
La semana pasada pasé un par de días en Transnistria. Para los que no están al tanto de todos los territorios que Rusia mantiene ocupados, es una estrecha franja de territorio moldavo entre el río Dniéster y la frontera con Ucrania. Estrecha quiere decir que en su punto más amplio supera por poco los veinte kilómetros, y en el más angosto no llega a tres. A efectos prácticos es un país independiente bastante funcional, con su propia bandera, himno, ejército, gobierno y moneda; el rublo transnistrio, unos billetes que fuera del exiguo territorio tienen el mismo valor que los del Monopoly.
La bandera del país, tres franjas verdirrojas, conserva la hoz y el martillo comunistas en una esquina. A lo largo de la capital es fácil encontrar efigies y estatuas de Lenin; en el albergue donde dormí había una bien grande con un gorro de Papá Noel tapándole la calva al genocida. También retratos hagiográficos de Vladimir Putin; hasta vendían tazas con su cara. Se habla del lugar como la última república soviética, pero lo cierto es que de la URSS lo único que echan de menos en Transnistria es la letra U. El presidente del país, de hecho, se define como monárquico, y ha inaugurado una capilla en homenaje al último Zar. No quieren ser comunistas, lo que quieren es ser rusos. Y por eso en todos los edificios oficiales junto a la bandera del país ondea la de Rusia.
Los rusos, sin embargo, no son mayoritarios en el país. Sí lo son los rusoparlantes, que es la razón por la que Transnistria existe en primer lugar. Un año antes de que la URSS se disolviera como un pedo en el viento los rusos se temieron que el nacionalismo moldavo les tratara a ellos con el mismo desprecio con el que habían tratado a los moldavos durante los sesenta y cinco años en los que les mantuvieron en la prisión soviética. Temiéndose que Moldavia acabara unificándose con Rumanía (la mayor parte del país era territorio rumano hasta la segunda guerra mundial) decidieron formar su propia república soviética distinta de la moldava. En agosto de 1991 el núcleo duro del PCUS dio un golpe de estado contra Gorbachov, escandalizado por la ausencia de genocidios y la reducción alarmante de fusilamientos y torturas inhumanas contra los disidentes, sin las cuales los regímenes comunistas no son capaces de sobrevivir. El fracaso del golpe provocó la independencia prácticamente instantánea de media docena de países, entre ellos, Moldavia y, por su cuenta, Transnistria.
La guerra de Transnistria duró unos meses en 1992 y se acabó cuando los catorce mil soldados rusos que custodiaban el depósito de armas más grande de Europa del Este, en la ciudad hoy transnistria de Cobasna, intervinieron usando artillería pesada para arrasar a la infantería moldava. La Rusia de Boris Yeltsin fue cualquier cosa menos neutral, hasta el punto de que su vicepresidente dio mítines en Tiráspol, la capital de la república separatista, animando a los transnistrios a tomar las armas. No se sabe cuántos soldados rusos hay hoy en Transnistria; desde que no pueden usar Ucrania para entrar y salir, se supone que su presencia es más reducida. Pero veinte mil toneladas de armamento y munición siguen en manos de las autoridades secesionistas. En qué estado, eso sólo lo saben ellos y Rusia.
Europa tiene un problema con Rusia y es que tarda mucho, muchísimo en darse cuenta de las cosas, por ceguera voluntaria o porque alguien está pagando para ello. El Consejo de Europa denominó a Transnistria como "región ocupada por Rusia" en una fecha tan increíblemente tardía como marzo de 2022, cuando las fuerzas armadas rusas ya estaban a las puertas de Kiev. Rusia no invadió Ucrania en 2022, sino en 2014, el mismo año en el que armamento ruso a manos de soldados rusos derribó un avión de pasajeros con cientos de ciudadanos europeos. Entre la invasión de 2014 y el intento de conquista y genocidio de 2022 Rusia pudo celebrar un mundial de fútbol y unos juegos olímpicos de invierno sin sufrir ni siquiera un boicot simbólico o alguna molestia como sí pasó en el mundial de Qatar. Pero es que Georgia lleva ocupada por los rusos desde 2008, de nuevo sin contestación occidental. Ya estamos en guerra con Rusia, pero aún no lo sabemos. Rusia, sin embargo, sí lo sabe, y actúa en consecuencia, por eso corta cables submarinos de comunicaciones y transmisión energética en el mar Báltico cada semana. Biden tardó más de dos años en autorizar a Ucrania a usar sus misiles dentro de territorio ruso, como si eso sirviera para algo distinto de fortalecer la posición del ejército de Putin. Rusia, por supuesto, no ha hecho nada al respecto, o nada que no viniera haciendo ya desde 2022.
Rusia sólo entiende un idioma porque sólo habla un idioma: el de la violencia. Rusia no tiene absolutamente nada que ofrecer a nadie, es una cultura incapaz de producir nada de provecho, consumida por un nacionalismo ridículo; únicamente extiende su influencia a través de genocidios y conquistas medievales. Y por esa razón lo único que funciona contra ellos es poner pie en pared. Suecia y Finlandia entraron a la OTAN y no pasó absolutamente nada, porque no puede pasar absolutamente nada: las bravatas de Rusia sólo convencen a los prorrusos.
Cuanto más se aleja un país de la órbita rusa mejor le va, y basta con comparar Bielorrusia y Lituania o la costa montenegrina y Belgrado. Transnistria fue un agujero de corrupción y tráfico de armas durante treinta años sin que prácticamente nadie hiciera nada al respecto porque no se quería hacer nada contra la influencia rusa en Moldavia y Ucrania. Hoy Transnistria es visitable sin pagar sobornos o exponerse a la arbitrariedad de una policía corrupta única y exclusivamente porque la frontera con Ucrania está cerrada y la influencia política rusa es menor. De haber conseguido Rusia su objetivo de conquistar toda la costa ucraniana, ahora se podría ir por carretera de Tiráspol a Moscú sin salir de territorio ruso y no habría ningún impedimento para que Putin se quedara Moldavia. No tiene sentido permitir que un país tercermundista donde la mayor parte de su población fuera de las grandes ciudades caga en agujeros en el suelo decida nada en un continente que le da cien vueltas política, cultural, económica y militarmente. Y no deberíamos esperar treinta años para darnos cuenta.