
No perdonaré a los titulares de prensa de aquí y de allá el haber tenido que escuchar y leer más veces de lo recomendable el discurso de J.D. Vance en Munich en busca de las causas de la afrenta y de la justificación de los exclamativos "escalofriante", "chocante", "Europa conmocionada" que arrancó la alocución. Ciertamente, el vicepresidente norteamericano rompió esos convencionalismos que facultan para hablar de todo sin decir nada y peroró desde su propia posición ideológica de conservador, cristiano y un tanto libertario, en vez de reafirmar los sobreentendidos habituales, lo cual ya pudo resultar chocante. Más aún cuando advirtió de los riesgos para la democracia que entrañan actitudes generalizadas en países europeos, como las que ponen cortapisas a la libertad de expresión y tienden cordones sanitarios. Pero si las élites europeas y muchos europeos se sienten agraviados y ofendidos por tales palabras, entonces no harán más que darle la razón a Vance. Porque muestran que han perdido la capacidad de soportar puntos de vista diferentes o contrapuestos a los que han instalado como únicos posibles.
Sería comprensible que los dirigentes europeos se escandalizaran frente a un discurso contrario a la democracia liberal, aunque no suelen echarse las manos a la cabeza cuando hablan con quienes mandan en dictaduras y regímenes autoritarios importantes. Pero Vance no cuestiona la democracia liberal. Sólo interpreta sus valores y su ámbito de manera distinta a buena parte de las élites europeas, piensa que su visión de la democracia es mejor y más fiel y cree que en Europa se ha tomado un camino que, en nombre de proteger la democracia, puede acabar en su destrucción. Todo esto es discutible y en algún punto, equivocado, pero está lejos de ser un horror. La conmoción europea, real o supuesta, no está justificada y revela la inseguridad del que ha estado sobreprotegido y recibe, de pronto, el bofetón de la intemperie. Es verdad que no gusta que "vengan de fuera a darnos lecciones". Pero Vance sabía cuál era su público en Munich: un público hostil hacia lo que representa. El vicepresidente no ignora que las élites europeas han levantado de facto, en torno a él y Trump, uno de sus socorridos e inútiles cordones sanitarios.
La democracia liberal norteamericana ha tenido siempre sus períodos de corrección populista. Al contrario que en los países europeos, donde hubo Estado antes que democracia, allí la democracia precedió a la construcción de un Estado y esto se nota en una querencia cíclica por "la voz del pueblo", una voz que en Europa tiende a filtrarse más. Son dos espíritus democráticos distintos, cada uno con sus inconvenientes, y Vance, lógicamente, mantuvo lo suyo. No estuvo ahí su mayor falta, sino en otro renglón. Porque apenas reconoció algo que debía haber admitido plenamente, y es que Europa no ha sido más que la discípula aventajada de Estados Unidos en la censura de la libre expresión y en todo lo que se agrupa bajo el término "woke". La discípula ha terminado por superar al maestro e inventor, y ahora que los pioneros empiezan a echar abajo las políticas de identidad, Europa se queda atrás y sola en su escuela avanzada de corrección política. Ya puestos, Vance tenía que haber pedido perdón por toda la bazofia intelectual y política que ha producido y exportado su país. Con gran éxito, lo cual no sólo es culpa suya, claro. Y cuando hizo la crítica por cancelar las elecciones, le faltó tener en cuenta que su jefe intentó algo parecido: no aceptó el resultado de 2020 y alentó aquel estrambótico asalto al Congreso. Si Europa no se comportara como una damisela ofendida, podía haber respondido con elegancia. Pero está avinagrada y bloqueada. Demasiado cordón sanitario.
