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Un caballo suelto en el hospital

No sabemos si Trump es realmente un asset ruso, pero da igual, se comporta como si lo fuera. Lo cual lo hace mínimamente previsible: haga lo que haga hará lo que más le convenga a Putin.

No sabemos si Trump es realmente un asset ruso, pero da igual, se comporta como si lo fuera. Lo cual lo hace mínimamente previsible: haga lo que haga hará lo que más le convenga a Putin.
EFE

La mejor explicación del trumpismo como forma de gobierno la dio el cómico John Mulaney en el programa de Stephen Colbert hace ya ocho años. "Soy una persona optimista y creo que todo va a ir bien, pero es como si hubiera un caballo suelto en el hospital: no tengo ni idea de qué va a pasar. Y vosotros tampoco. A las noticias llevan para explicarlo a un hombre que una vez vio un pájaro en un aeropuerto y es como ¡vete a pastar!". En un monólogo un par de años posterior abundaba en la descripción: "Nadie sabe qué va a hacer el caballo, y el que menos, el propio caballo, que nunca ha estado en un hospital. Hay días que parece normal y todo. ‘El caballo ha usado el ascensor’. No tenía ni idea de que supiera".

Trump disfruta de esa impredecibilidad y se le nota. Nadie sabe qué va a hacer, seguramente ni siquiera él, porque no parece tener un plan que vaya más allá de las próximas 24 horas, que también es el tiempo que dijo que tardaría en solucionar la guerra de Ucrania. Mientras tanto, se dedica alegremente a colocar barrenos de dinamita en todas las alianzas tradicionales de su país, y de vez en cuando hace explotar uno o dos entre los aplausos de la gente más enajenada que uno ha visto en toda su vida. "No lo entendéis, es ajedrez tetradimensional", dicen en la sede de Vox en los ratos que no están haciéndose gayolas sobre una galleta María. A ver, no lo entenderéis vosotros, que sois el cuervo Rockefeller de José Luis Orban, pero el resto lo vemos bastante claro.

Un error tan frecuente como absurdo es creerse que el inquilino de la Casa Blanca es idiota. Trump está tan lejos de ser tonto como de ser decente. Naranjote es un tío que quebró tres casinos, un logro solo igualado por el chavismo, que consigue que una petrolera tenga pérdidas, o por Santiago Abascal, que consiguió perder veinte escaños en el momento más popular del antisanchismo de la historia reciente de España. En una ocasión el padre de Donald envió a un abogado al casino para que comprara 3 millones de dólares en fichas y así inyectar algo de líquido en la compañía, pero ni por esas. Sin embargo, Trump personalmente salió de aquella experiencia todavía más rico. Quienes palmaron pasta a raudales fueron, claro, los inversores y los proveedores y empleados a los que dejó de pagar. Por ahora su segundo y (en teoría) último mandato apunta a un desarrollo similar al de la aventura en Atlantic City del presidente a principios de los 90. Trump sin duda saldrá reforzado: no sólo posee carisma, sino que ha entendido perfectamente a su electorado, y además tiene razón en no pocos de sus presupuestos. El precio de su éxito, claro, lo pagarán otros. Empezando por los ucranianos, pero siguiendo por todos los demás.

Alguien dijo una vez que la opinión de Trump sobre cualquier tema es la misma que la de la última persona con la que haya hablado. Es una manera de explicar sus bandazos, tan frecuentes como incomprensibles. Hoy hay aranceles, mañana no, pasado puede, el lunes quién sabe. Es más sencillo: no hay ningún plan. Trump opera en la presidencia como el que quiere comprobar la profundidad de un pozo tirando piedras, sólo que en vez de piedras usa granadas de mano. De momento el orden internacional tal y como lo conocíamos ya no existe, ni va a volver a existir. Estados Unidos ha demostrado ser el menos fiable de los aliados después de cambiarse de chaqueta en mitad del partido y validar el derecho de conquista como fuente de legitimidad territorial. No sabemos si Trump es realmente un asset ruso, pero da igual, se comporta como si lo fuera. Lo cual lo hace mínimamente previsible: haga lo que haga hará lo que más le convenga a Putin. Cortar Starlink a Ucrania, retirarle el reconocimiento a Kosovo o exigir el desarme de Europa, por ese orden. De momento y para conocer las intenciones de la Internacional Soplagaitas recomiendo leer a Abascal, Buxadé o a los minions de la formación verde, los trumpettes, exigiendo airados que Europa no ose gastarse dinero en armas para defenderse del amable osito Vladimiro, que sólo invadió Ucrania y mató a un cuarto de millón de personas porque se vio tristemente abocado a ello contra su voluntad. Como ya adelantó Emilio Campmany hace un mes en la columna de al lado, la presidencia de Trump supone el final de la no proliferación nuclear. Sin el paraguas atómico de Estados Unidos, cuyo presidente también ha adelantado ya que lo de proteger a Japón está por ver, cualquier país medianamente grande querrá poder garantizar su propia disuasión nuclear. Polonia ya lo ha dicho en voz alta, y Alemania no tardará. Mi apuesta es que Turquía será el siguiente, o quizá Corea del Sur, que tiene un vecino ligeramente interesado en su exterminio y con misiles apuntando a Seúl.

Otro tratado que posiblemente se convierta en confeti es el de Ottawa sobre las minas antipersona, del que Polonia también ha anunciado su retirada, previsiblemente para minar sus fronteras con Bielorrusia y el enclave de Kaliningrado. Lituania, que comparte frontera con los mismos dos países, también se ha retirado de la convención sobre municiones de racimo. No están los tiempos para andar atándose las manos si se trata de combatir a un régimen que ha declarado repetidas veces su intención de borrar del mapa tanto a las Repúblicas Bálticas como a Polonia.

Nadie sabe lo que va a hacer el caballo en el hospital. Desde que yo le envíe al jefe esta columna hasta que se publique como tres cuartos de hora después es posible que la información se haya quedado desfasada. Las cosas van muy rápido, un día estás apretándote unas porras con chocolate para desayunar y al día siguiente se habla de que Alemania tenga armas nucleares y de recuperar el Proyecto Islero. Lo único que está bastante claro es donde está cada uno y a quien realmente le debe lealtad. Y sobre todo, si esa lealtad está más cerca de los Urales que de los Pirineos.

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