
Hace algunos años, escribió Luís Pousa que Madrid no sabe llover. Luís Pousa es gallego y, evidentemente, tenía razón, aunque Madrid no se la quiera dar. Son las cosas que tiene esta ciudad, supongo, tan inmune a la vergüenza que no repara en el ridículo que hace cuando se obstina irremediablemente en llevarle la contraria a quien nunca llegará a convencer. Madrid es una ciudad extraña y contradictoria con ansias de abarcarlo todo. Es capaz de custodiar en su pecho simultáneamente tanto el llanto infinito de las glorias futbolísticas cumplidas —es decir, irrepetibles— como el de los sueños rotos, que es todavía más abrasador. De hecho, ha pavimentado orgullosa una avenida cortísima que conecta las fuentes mitológicas de las que brotan uno y otro. Lo que pasa es que, si nos paramos a pensarlo, en Cibeles y en Neptuno las aguas surgen naturalmente de debajo de la tierra, y eso es algo que debería hacer a Madrid recapacitar. Porque Madrid es una ciudad que, más que llorar, suda. Y es por eso que, si de lo que hablamos es de gotas caídas del cielo, Madrid no tiene nada que aportar. El artículo de Pousa fue publicado a finales de 2019. Eso quiere decir que Madrid ha estado más de cinco años preparando su venganza, con el resultado lamentable de estas últimas semanas que nos tienen secuestrado el corazón.
Cada mañana, desde hace no sé cuántos días, los madrileños seguimos el mismo ritual degradante. Abrimos los oídos antes que los ojos y, todavía dentro de la cama, dejamos escapar un lánguido suspiro, más por tapar el sonido de las gotas chocando incansablemente contra nuestras ventanas que por algún siniestro requiebro emocional. Yo comprendo que el resto de españoles que también están sufriendo el temporal puedan encontrar esto que digo demasiado madrileño —o quizá madridista—. Sé que aquí tendemos a vivir las desgracias universales como si nos afectasen más que a los demás. Lo que pasa es que esa no sería una apreciación demasiado justa, pues lo que sucede en el resto de España es que llueve de otra forma. Es decir: llueve mejor. Si los madrileños fuéramos gallegos y estuviésemos en Galicia, por ejemplo, saldríamos a la calle estos días sin notar ninguna arritmia extraña en nuestra alma. La lluvia allí es una atmósfera imprescindible que te mantiene erguido y hasta te ayuda a caminar. Si fuéramos mediterráneos miraríamos al cielo con respeto, pues sabríamos que existen cielos que no se andan con chiquitas cuando se arrancan a diluviar. Pero como no somos ni gallegos ni mediterráneos lo único que nos queda es ir dejándonos arrastrar hacia el trabajo por estas ráfagas absurdas e irregulares, como si en lugar de un día de llovizna nos esperase una cuarta ronda en pista dura contra Carlos Alcaraz.
Definitivamente, la de Madrid no es una lluvia honesta. Pousa escribió que "la lluvia debe emerger, como una orquesta sinfónica, desde lo más profundo para luego sostener la melodía durante seis o siete horas. O seis o siete días. O seis o siete meses". Y yo creo que la lluvia debe durar seis o siete minutos, no más, si ese es el tiempo máximo en el que es capaz de mantener intacta su coherencia interior. Pero en Madrid no llueve así. La de Madrid es una lluvia torpe y rala como mi barba, más inconstante que el Guadiana y tan inconsistente como el PP en campaña electoral. Es el quejido de un sordomudo. Una cosa no demasiado triste pero ni remotamente alegre, nada plácida y, por supuesto, tampoco furiosa, que sólo sirve para cronificar atascos perfectamente ahorrables en las arterias de la capital. Alguien debería decirle a Madrid que lo deje de una vez, que existen negociados que no están hechos para ella, y que quizá debiera abrirse a otras materias que se le dan mejor. En fin, a partir del próximo jueves, 20 de marzo, comienza oficialmente la primavera. Yo sólo espero que a Madrid no le lleve demasiados días darse cuenta de que la mejor utilidad que tiene su cielo es la de hacer de agujerito diáfano a través del cual los que están arriba puedan deleitarse mirándola apaciblemente. Y nosotros, aquí abajo, disfrutar.
