
No sé si será la lluvia persistente, el cielo abrasivo de la monotonía, o lo que están tardando en florecer mis geranios. No sé si será que marzo siempre marcea, el goteo de noticias severas entre los buenos amigos, o el rigor penitencial de la Cuaresma, con sus juegos de tinieblas en la esquina de los templos, sus cristos de madera solitarios sin flor ni alegría mariana, y sus telones y conopeos morados. No sé si andaré enredado en fotos en sepia de una niñez sonriente, o en las melancolías de la adolescencia vencida, en el espectro vacuo de tu sonrisa extraviada, o si quizá, a esa hora en que cae la luz tras la galería, me hieren como novedad los sillones que llevan años vacíos. O quizá, qué sé yo, sea solo natural tremura del corazón nublado del gallego, que en la pugna de mi sangre mezclada, algunas veces aflora la sevillana, en otras la vallisoletana, en otras la asturiana, y en otras la valenciana; pero como todo se contagia, a veces, en la tarde más inesperada, se filtra por las grietas de la vida la innata morriña que deja los paisajes de la memoria teñidos de copos de nieve grisácea.
No es cosa solo mía que esté dedicando más horas al Valle de las obras entre penumbras, a la tristeza lejana de Foxá, o al cinismo de la noche eterna de Céline. Al otro lado del telón de acero de la política, viene baja la moral de las tropas. No es en la masa de la algarabía donde lo detecto, sino en el cara a cara de la barra del bar, en la toma de temperatura del amigo. Hay un hartazgo, una sensación de España secuestrada, y una creciente desafección por los delitos de cada día, de la que a veces también soy víctima.
No hay razón para buscar adjetivos que suavicen lo que veo, por más que no creo mucho en el columnismo de diagnóstico sentimental. Pero sí, veo a España triste. Dividida en dos: la privada y familiar, como un castillo de silenciosa resistencia, y la pública y política, donde la orquesta del Titanic no deja de sonar, dando groseramente la espalda a la España real.
No sé qué dirán las estadísticas, pero cualquiera que pise la calle sabe que, tras la pandemia, cuando algún bobo quiso hacer fortuna prometiendo que saldríamos mejores, fermentan en cualquier córner las enfermedades mentales, los egoísmos se han calcificado en la osamenta social, han vuelto con más fuerza que nunca los alcoholes, los polvos basura y las píldoras de la suicida evasión, y malviven bajo mínimos las pieles duras, las paciencias, las empatías, o los altruismos.
A la España de la alegría este invierno largo y mojado le ha robado la risa, la esperanza, y la caridad. Nos queda la fe, gracias a Dios, porque hace falta un milagro para creer en cambiar la nación, erradicar la incompetencia parlamentaria, unir corazones en torno a la bandera, la familia y la amistad, y poner la vista en un horizonte lejano y común.
Escribo estos días en The American Spectator una serie de cinco artículos sobre una política conservadora para el largo plazo, más bien centrados en la contienda americana, pero considerables para cualquier el conservadurismo occidental. Al desgranar propuestas de economía, de empleo, de cultura, o de educación, que tengan efectos beneficiosos, no para hoy, sino para las futuras generaciones, sonrío, por no llorar, pensando en lo imposible que sería hacer algo así en la España del 2025. Nos hemos acostumbrado al corto plazo, a que la política sea indistinguible de la pornografía –a veces literalmente— y a que aquello que un día se llamó bien común y servicio público parezcan palabros para adornar estatuas y pinturas en viejas salas de museo de otro tiempo.
Con todo, no vendo mi alma al pesimismo. Balanceo mis melancolías, remonto las marejadas propias, y me dejo arrastrar levemente por las nostalgias personales, pero no pierdo de vista que dejará de llover con rabia, se abrirán claros en el cielo, brotarán las primeras flores, y llenaremos un año más las terrazas de la España de corazón mediterráneo.
Asombra el tino, la sabiduría patriarcal, y ese cierto sentido del humor, en el buen Dios al crear las estaciones y los ciclos de la naturaleza. En todos hay una lección, en todos, un lugar para reposar el alma, en todos, una preparación para lo venidero. Y hasta este invierno que está intentando restarle protagonismo y alegría a la primavera, doblará la corva, y dejará paso a lo más típicamente nacional, que es la luz, la primavera, la fiesta, y la esperanza. Y entonces tendremos más fuerzas para luchar por la posteridad de la España que amamos.
