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El periodista que pudo avisar a los hutíes

Al no reconocer que se quedó para espiar a sabiendas, deja sin cubrir una parte de la historia e inevitablemente la falsea.

Al no reconocer que se quedó para espiar a sabiendas, deja sin cubrir una parte de la historia e inevitablemente la falsea.
Kash Patel, director del FBI; Tulsi Gabbard, directora nacional de Inteligencia; el director de la CIA, John Ratcliffe; y Jeffrey Kruse, director de la Agencia de Inteligencia de Defensa comparecen en el Senado. | EFE

El escándalo por la inclusión de un periodista en un chat de altos cargos de Trump sobre un ataque a los hutíes se ha ceñido a la ineptitud de quienes metieron al referido, con la brecha de seguridad consiguiente. Esto es de interés, en especial, para los que reúnen pruebas de las torpezas de la cúpula trumpista, por lo que apenas se ha enfocado la cuestión desde la otra perspectiva. Me refiero al comportamiento del periodista involuntariamente infiltrado, que se mantuvo allí, dentro del chat, según dice, hasta que tuvo la seguridad absoluta de que participaban altos cargos reales y hablaban de un ataque real.

Jeffrey Goldberg, director de The Atlantic, se encontró un buen día con que le metían en un chat de la aplicación Signal donde figuraban nombres como los del asesor de seguridad nacional Mike Waltz, el secretario de Defensa, Pete Hegseth, el director de la CIA, John Ratcliff y el vicepresidente Vance, entre otros. Ha contado que pensó inicialmente que quizá era algún tipo de encuentro o contacto con la prensa, aunque le pareció raro. Al día siguiente, pudo ver que aquellos supuestos altos cargos se escribían como si fueran los auténticos y que no se trataba de un chat con la prensa, pero no dijo nada. No se identificó como director del Atlantic, y dijo: "oigan, me parece que no debería estar aquí, pero si me dejan, encantado". Esperó hasta que pudo comprobar que el ataque a los hutíes que bloquean la navegación en el mar Rojo se había producido a la hora difundida en el chat.

Goldberg, me dirán, se comportó como cualquier periodista de raza. Si, por error o azar, resulta que el periodista tiene acceso a lo que ocurre entre bastidores, hay que aprovechar la ocasión y, sí, espiarlo. Espiar para contarlo después. Para dejar al descubierto cómo son realmente las cosas. Y las personas. O para denunciar una peligrosa brecha de seguridad, algo que se ajusta más a este caso. Todo esto suena muy bien. Son los bellos propósitos y las mejores intenciones. Pero flotan en el casto éter del mito y la realidad siempre es más sucia. Si el topo involuntario hubiera sido de la Fox, de sesgo conocido, en lugar del Atlantic, de sesgo conocido y opuesto, es probable que no hubiéramos sabido nada de esta torpeza. Al menos, no habría tenido el incentivo que tuvo Goldberg para mantenerse allí, callado y al loro.

La oportunidad de exponer a la cúpula de un Gobierno como una pandilla de ineptos que meten a un extraño en un chat de alto secreto es una que estará más dispuesto a aprovechar un periodista contrario al Gobierno que uno favorable. Y si se la dan, ¿por qué no? Nada se le podrá reprochar, salvo una cosa. Que diga que se quedó en el chat porque no estaba seguro de que fuera real. ¡Será al revés! Se quedó porque estaba seguro de que lo era. Si no, de qué. ¿Qué interés puede tener estar dentro del chat de unos pirados que se hacen pasar por altos cargos? El reproche que se le puede hacer a Goldberg es éste. Que se haga el tonto. Al no reconocer que se quedó para espiar a sabiendas, deja sin cubrir una parte de la historia e inevitablemente la falsea. Es la parte que el mito siempre quiere ocultar tras el parapeto que tantas veces levanta: "el periodista sólo es el mensajero".

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