
A estas alturas, el lector debe estar saturado de análisis y opiniones sobre el caso Alves. Dios me libre de redundar. Pero sí me gustaría llamar la atención sobre una esquina del caso de la que, a mi parecer, poco se habla, y en la que poco se piensa. Y es el tratamiento informativo antes, durante y después de las dos sentencias, tanto la condenatoria como la absolutoria.
Opinar y juzgar no es lo mismo. No tiene las mismas consecuencias. Yo por ejemplo opino que no se debería indultar a Laura Borràs (como acaba de recomendar el mismo tribunal que la condenó, y que ha absuelto a Dani Alves), pero esa opinión sólo es relevante para mí y para los que confían en mi criterio. Lo que yo y mis seguidores opinemos no va a determinar si Borràs entra en la cárcel o no entra. Por eso mismo somos más libres de equivocarnos que los jueces, que tienen que hilar infinitamente más fino.
Con eso no estoy diciendo que equivocarse salga gratis. Todo lo contrario, el objetivo de este artículo es cuestionar la alegría y hasta frivolidad con que algunos y algunas —ya me permitirán que me salte a los algunes…— se equivocan, si no a sabiendas, a sabiendas de que lo podrían hacer mucho mejor.
Entre lo que se conoce públicamente y lo que no se conoce hay una zona gris muy delicada. Cualquier persona que se dedique a informar lo sabe. Lo que se sabe pero "no se puede decir" es una bomba. Mortal a veces. Ejemplo: cuando la Audiencia de Barcelona condenó a Dani Alves, a mí personalmente me llamó la atención lo que yo interpreté como un desfase entre condena y pena. Vamos a ver, pensaba yo: si de verdad creen que es culpable, ¿no se lo están dejando muy barato? Los recursos de las acusaciones, formal y particular, corroboran esto que digo. No era normal a la vez condenar y condenar por tan poco.
A nivel estrictamente particular y sin quererme meter mucho en un campo que no es mi especialidad, procuré enterarme. Procuré desentrañar el misterio. Por diversas vías me llegaron datos inquietantes. Datos que corroboraban que la sentencia en realidad tenía más agujeros que un queso suizo. Que en el relato de la presunta víctima había inconsistencias graves. Muy graves. Demasiado graves para horadar la presunción de inocencia, como ha acabado dictaminando el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.
Sin ánimo exhaustivo ni especializado, pongamos un ejemplo. Estos días leo abundantes comentarios escandalizados por el hecho de que el acusado de cualquier delito tenga derecho a "mentir" para defenderse, y quien le acusa no. Démosle una vuelta. No es que mentir salga gratis. Si te pillan, te caes con todo el equipo. El castigo es la condena misma. ¿Hay que recordar que este hombre ha pasado 14 meses en la cárcel, pagó 150.000 euros de multa y se le retiró el pasaporte por un delito que ahora se considera que no cometió? Se dice pronto.
Que quien acusa no tenga derecho a mentir no debería ofender tanto a la inteligencia. Ni a ninguna otra cosa. Vamos a ver, la parte acusadora no corre ningún otro riesgo que el de irse de vacío. Algo seguramente devastador y frustrante si tienes razón y de verdad te han agredido sexualmente. Pero, ¿y si no? Si no fue así y estás acusando en falso, nada tienes que perder. ¿Ven la diferencia? Por eso me asusta tanto leer el entusiasmo con que se defiende que la mera denuncia debería equivaler a una condena, sin más. ¿Sustituimos a los tribunales por cajeros automáticos o por fotocopiadoras? ¿De verdad queremos eso? ¿Y si el acusado fuera nuestro marido, padre, hermano o hijo?
En este caso, contra la credibilidad de la presunta víctima han pesado no sólo los vídeos de la discoteca, que recogen situaciones y actitudes poco consistentes con un escenario de agresión —no la excluyen totalmente: pero dejan margen serio a la duda—, sino también el detalle de haber encontrado en la boca de la mujer indicios biológicos de una felación que, hasta donde yo sé, ella niega haber realizado. Si esto es de verdad así, entiendo la decepción de las personas más preocupadas por el activismo ideológico y ejemplarizante que por la justicia estricta. Pero vamos a darle por favor una vuelta. Supongamos que fuese al revés. Supongamos que una mujer acusa a un hombre de haberla obligado a hacerle una felación, él niega que esa felación haya existido, y los análisis demuestran otra cosa. ¿No estarían aplaudiendo con las orejas a la policía científica los mismos y mismas que ahora hacen lo contrario?
Yo, insisto, entiendo la frustración de algunos sectores. Es verdad que la agresión sexual es complicada de demostrar cuando se produce en la intimidad y sin violencia. Es verdad que en muchos casos es una palabra contra la otra, que hay que dirimir un poco a ciegas. Es verdad que durante muchos años han faltado ganas de dar credibilidad e importancia a cosas que vaya si la tenían.
Pero eso no es excusa para irse al otro extremo, para negar la evidencia o para desinformar a sabiendas y de mala fe. Insisto en que yo, periodista y con varias tribunas de opinión en activo, llegué en su día a la muy personal conclusión de que Alves había sido condenado —por la mínima, pero condenado— más por efecto de la presión política y social que porque de verdad los jueces creyeran que era culpable. ¿Me tiré entonces a la calle a exigir su liberación y a poner a parir al tribunal? No. Respeté lo que había. Acaté la sentencia.
¿Por qué les cuesta tanto hacer lo propio ahora a aquellas personas que no están conformes con su absolución, seguramente sin darle tantas vueltas al asunto como, modestia aparte, le he dado yo? ¿Por qué se desinforma tanto, ocultando datos, dando por hecho que los jueces se equivocan? ¿Por qué es más importante defender el propio titular que la verdadera justicia?
Quiero creer que el verdadero valor de esta sentencia absolutoria es que el viento empieza a cambiar. Que se empieza a reconocer que la presunción de inocencia no es moco de pavo y que no basta con una empanada ideológica para reducirla a cero. Si hasta el marido de Gisèle Pélicot, después de reconocer sus monstruosos actos, tuvo derecho a un juicio justo, qué menos Dani Alves. No es más feminista la que más chilla sino la que mejor defiende de verdad a las mujeres y a los hombres con los que las mujeres tenemos que convivir. Igual no hay que mandar a los jueces a tomar cursos de perspectiva de género, sino a unos cuantos periodistas a tomar cursos de objetividad y de responsabilidad informativa. No es tema menor. Para nadie.
