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Trump tropieza dos veces con la misma piedra

Los aranceles son como el socialismo: siempre hay alguien que cree que no han funcionado porque no fueron aplicados por él.

Los aranceles son como el socialismo: siempre hay alguien que cree que no han funcionado porque no fueron aplicados por él.
Donald Trump. | EFE

Corría el año 2018 y Donald Trump sorprendía al mundo iniciando una guerra comercial con China y aplicando aranceles globales del 25% al acero y del 10% al aluminio.

El experimento, que era una de las principales promesas de Trump en la campaña electoral, fue objetivamente un fracaso. La Reserva Federal de Estados Unidos, a través de un informe que emitió en 2019, alertó de las terribles consecuencias que habían tenido para la economía estadounidense.

Sus argumentos eran variados: los costes, que estimaron en 1.400 dólares por hogar, fueron pagados mayormente por las empresas y los consumidores y no por China, las industrias redujeron su inversión debido a la incertidumbre y hubo subidas de precio, pérdida de eficiencia y distorsiones en las cadenas de suministro.

Además, a pesar de que los aranceles fueron variados y afectaron a amplios sectores, la mayor parte de lo recaudado se fue en salvar a los agricultores, más específicamente a los productores de la soja, a los cuales China impuso como represalia un arancel del 25%.

Los datos concretos no pueden ser más escalofriantes: la subida de los aranceles ejecutada durante los años 2018 y 2019 implicó recaudar unos 43.000 millones de dólares más. Sin embargo, solo en ayudas a los productores de soja se destinaron 28.000 millones.

Es decir, que Trump, por un cálculo meramente electoral al estar estos agricultores en estados mayormente republicanos, destinó el 65% de todo lo recaudado por su subida arancelaria a salvar a los productores de la soja del desastre que él mismo había provocado. No se me ocurre una política económica más ineficiente, absurda y errática.

Al final, Trump tuvo que ir levantando dichos aranceles y sus medidas intervencionistas terminaron de ser despedazadas por Biden, el cual sólo mantuvo algunas de las tasas impuestas a China. Sin embargo, parece que no aprendió la lección y ahora vuelve con una subida arancelaria muchísimo mayor.

Si nos paramos a reflexionar, los aranceles son como el socialismo: siempre hay alguien que cree que no han funcionado porque no fueron aplicados por él. E incluso, en el caso de Trump y aún siendo aplicados por él, cree que no han funcionado debido a que no le dejaron ir hasta el final, porque este es el trasfondo de toda esta historia.

En su cabeza, culpa a la FED, al Partido Republicano y a los lobbys industriales y de agricultores que lo presionaron para ir levantando los aranceles, lo que provocó que no se pudieran recoger los frutos de todo lo sembrado.

Por eso ha redoblado la apuesta imponiendo aranceles a todos los países según sus célebres tablas, que economistas como Juan Ramón Rallo han denunciado como un auténtico despropósito metodológico.

El motivo es simple: dichas tablas usan un procedimiento absolutamente arbitrario, en el que se mezclan los supuestos aranceles que le cobran a EE.UU. el resto de países del mundo con el déficit comercial.

Esta forma absolutamente negligente de hacer las cosas ha destrozado la imagen de Estados Unidos a nivel internacional como socio comercial fiable e incentiva al resto de países del mundo a declararle la guerra comercial.

Los efectos de todo esto ya se los anticipo al lector: los hasta ahora socios estratégicos de Estados Unidos como Europa, Japón, Canadá o Australia lo pasaremos mal y veremos a nuestras economías afectadas, pero al final conseguiremos ir colocando a nuestros productos en el resto del mundo y saldremos adelante.

Por el contrario, para Estados Unidos esto será un absoluto desastre: me atrevo a anticipar que entrarán en una recesión autoinducida y que Trump, como ya ocurriese en 2018, tendrá que dar marcha atrás ante el tamaño de la hecatombe económica que habrá provocado.

Los aranceles nunca serán la respuesta porque, como hacen siempre los iliberales —ya sean de izquierdas o de derechas—, intentan resolver un problema muy complejo —tener una balanza comercial negativa con el resto del mundo— mediante una solución muy simple: poner impuestos a todo lo que se importa. Lo complicado es afrontar el verdadero reto: hacer que tus empresas sean más competitivas y generen un valor añadido que el resto del mundo desee adquirir.

El ejemplo lo tenemos en Dinamarca con su industria farmacéutica: gracias a sus políticas educativas, con un Estado que promueve la educación privada para fomentar la competencia y la libertad de elección, y a su apuesta por la innovación, con más del 3% de su PIB dedicado a I+D+i, han conseguido tener una industria que es un referente mundial y que ocupa el 6,7% de su PIB. Pero conseguir esto implica años de muchas pequeñas buenas decisiones que te lleven a conseguir dicho objetivo, no es la varita mágica que necesita siempre el populismo.

Sin embargo, no todo es negativo. Este experimento económico de Trump nos está regalando —aunque sea por accidente— una oportunidad irrepetible: la de ver, de nuevo y con cifras en la mano, lo que ocurre cuando el mundo se encierra. La de constatar, sin lugar a dudas, que el proteccionismo no hace a los países más fuertes, sino más pobres. Que no mejora la competitividad, la destruye. Y que, cuando se aplican aranceles a los aliados, no se protege la soberanía: se dinamita la confianza.

Y sobre todo, nos dejará algo aún más valioso: la prueba de que el liberalismo no es un antojo ideológico, ni una moda académica, ni una teoría utópica, sino la fórmula económica que más riqueza, prosperidad y desarrollo ha generado en toda la historia de la humanidad.

Ojalá no tuviéramos que aprenderlo por las malas, pero si esa es la única forma, que al menos nos sirva para no tropezar, por tercera vez, con la misma piedra.

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