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El fin del mundo y Dorian Gray

El nuevo orden mundial comienza a parecerse demasiado a las páginas que los libros de Historia dedican al contexto que propició la gran catástrofe.

El nuevo orden mundial comienza a parecerse demasiado a las páginas que los libros de Historia dedican al contexto que propició la gran catástrofe.
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Lo malo de la actualidad es que hoy exigiría hablar de cosas que no controlo, como de guerras arancelarias y convulsiones bursátiles. Lo bueno es que explosiones informativas así, tan radicales, atraen a los opinadores a las columnas como soldados a las trincheras, y a mí me permiten utilizar el ruido blanco que generan para encerrarme en mí, que es un refugio igual de absurdo que cualquier otro en este nuevo orden mundial que comienza a parecerse demasiado a las páginas que los libros de Historia dedican al contexto que propició la gran catástrofe.

En fin. Lo tentador es suponer que este pecado narcisista no fue mío, sino, de alguna forma morbosamente extraña, de mi madre. Que salió conmigo el día de mi nacimiento y se adhirió a mi piel después de nueve meses de gestación conjunta en ese vientre que era propio y que era ajeno, como esta excusa que acabo de inventarme. La cosa estaría bien porque me ayudaría a desandar la hilera de fichas de dominó caídas en la que ha derivado mi conciencia. Y, todavía más importante, me liberaría de la culpa de saber que el dedo que inició la caótica estampida de errores superpuestos que es mi vida fue el mío, precisamente, impulsor ingenuo de la larga e irrefrenable condena que ha venido desatándose después. Se trata de una estupidez cobarde, ya lo sé. Las responsabilidades de una vida no son transmisibles. Pero de alguna manera debo justificar el día aciago en el que decidí, hace ya tanto, coger un lienzo y sentarme para esbozar los rasgos de mi autorretrato.

Debió de ser entonces cuando dejé pintada, quién sabe cómo, la esencia de mi mancha original. Y es por eso y no por mi perturbadora falta de talento pictórico que cada vez que me tropiezo con el maldito cuadro pego un respingo como de araña en el recibidor, como de correo certificado de Hacienda, como de revisión del VAR en el Santiago Bernabéu, y me detengo. Todas las veces me sucede: abro con cuidado la alacena en la que escondo mis secretos, sin querer mirar hacia la esquina del fondo. Y sin querer, también, acabo echando una ojeada siempre. Me contemplo entonces ahí plasmado, eternamente feo y eternamente joven, con ese peinado que es mitad caparazón mitad ola gigante en Nazaré, y siento extrañamente como si la tela hubiera ido adquiriendo cada una de las imperfecciones que los años y mi inconsciencia le han infligido a mi alma.

Claro que también existe una explicación menos literaria. Básicamente, soy un hombre de 30 años que hace 15 quiso pintarse a sí mismo. Así que ahora voy vagando entre mudanzas ocultando un lienzo adolescente del que sé que jamás podré desprenderme, porque no hay manera de desprenderse de uno mismo. Mis hermanos me han sugerido que lo abandone en algún contenedor, o que lo queme. ¿Pero cómo podría dormir pensando que esa representación que fui y que sospecho que sigo siendo está a merced de la maldad del mundo? ¿Cómo podría vivir si me destruyo? No, Dios sabe que jamás lograré hacerlo. Quien fuera que fuese entonces, cuando tan irremediablemente me pinté —maldita sea, Luis, ¿tenías que pintar también los granos?—, está atado con un hilo a cada versión de mí que vaya siendo. Y sólo al final de mis días podré mirarme por última vez y despedirme.

A usted, lector, le pido perdón por este obsceno canto llorica de mí mismo en un día como el de hoy. Es la manera que tengo de hartarme de mí cuando percibo que la Historia puede asombrarnos con una de sus repentinas sacudidas. Si al final del todo terminan cayendo bombas y, por lo que sea, a mí no me atinan, espero al menos que borren mi retrato de este mundo para siempre.

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