
En los 80 del siglo pasado, la potencia económica japonesa puso en guardia a los EEUU y a importantes países europeos. El milagro japonés de posguerra había dado sus frutos y los productos japoneses, desde televisores hasta motocicletas, prometían invadir el mundo y desplazar a los competidores. Quien visitaba Japón entonces podía percibir el tipo de sensaciones que se tienen en los países que están centrados en prosperar: una mezcla de trabajo duro, disciplina y cierta moral espartana. La inquietud por la irrupción del gigante japonés estaba a la orden del día, la prensa alertaba amplia y sensacionalmente del peligro y los Gobiernos tomaban sus medidas. Una de las más formidables la tomó el presidente Reagan en 1987, con la imposición de aranceles del 100 por ciento a productos electrónicos japoneses, a raíz del incumplimiento por Tokio de un acuerdo comercial. No fueron los únicos aranceles que puso Reagan o con los que amenazó, entre otros, a España, pero esa es otra historia.
La historia de aquel temor al gigante japonés vuelve a repasarse en la actualidad para encontrar parecidos y diferencias con el temor que despierta China, al menos en los Estados Unidos, y se supone está detrás de los aranceles de Trump. Pero en estos repasos, muy circunscritos a lo económico, suele faltar la diferencia principal. Porque Japón era y es una democracia liberal que no tenía pretensiones hegemónicas ni en el ámbito geopolítico ni en el campo militar. China, en cambio, es un régimen totalitario, dirigido por un partido comunista único, que tiene esas pretensiones en alto grado. Es también un régimen que subsidia masivamente a sus empresas, mantiene mercados poco abiertos y realiza espionaje industrial. Y ha usado su poderío económico para extender su influencia por distintos puntos del globo y en organismos internacionales, como la OMS o la Organización Mundial del Comercio.
Gracias a la habilidad de los dirigentes chinos, sus pretensiones hegemónicas, su reforzamiento militar y sus trampas comerciales no han llegado a activar, estas décadas pasadas, nada parecido al temor que despertó hace cuatro décadas un Japón democrático con aspiraciones mucho más acotadas y manejables. Una razón es que China ha sabido presentarse como un poder blando, dispuesto a la cooperación, amante de la paz y deseoso de poner fin a los conflictos. Con ese perfil agradable y casi bondadoso, los dirigentes chinos han conseguido que en Occidente, salvo de forma ocasional los Estados Unidos, se le considere un socio fiable con el que uno puede colaborar y hacer buenos negocios.
Para lograr una actitud tan obsequiosa y desprevenida, China ha sabido contar con colaboradores locales, personas influyentes que se prestan a estrechar lazos y otros bellos propósitos de los que se pregonan cuando, en realidad, se está hablando de dinero. O lo hacen porque los adulan y les dan la ocasión de parecer importantes, caso que, diría yo, es el de Zapatero, quien ha preparado el terreno para que Sánchez, igual de sensible al halago, se pavonee como el amigo más amigo del régimen chino. Tanto, que ahora, en este viaje, presume de ir de emisario de la presidenta de la Comisión Europea, otra inconsciente, para explorar lo que haya que explorar en el "nuevo marco geoestrátegico". Cómo no van a querer los dirigentes chinos al tipo de pardillo que crece en el sobreprotegido, cerrado y autocomplaciente ecosistema político europeo. Se la dan con queso. No hemos tenido tantos "tontos útiles" desde que los soviéticos se dedicaron a coleccionarlos entre la intelectualidad y el mundo del arte, la cultura y la ciencia, para utilizarlos en su pugna con el mundo libre.
