
Tengo ahora mismo 64 años y, con mucha suerte, mucha, quizá logre vender sin pérdidas las acciones de mi cartera, esa que había ido formando poco a poco para complementar la pensión de miseria que me pagará el Estado, a los 70 recién cumplidos; con mucha suerte, sí. Lo digo para que el lector no piense que soy un provocador frívolo o un entusiasta por razones ideológicas de Donald Trump. Juzgar —decía Josep Pla— es muy fácil, lo difícil es comprender. Así que me van a permitir que no dedique los tres párrafos de hoy a insultar al presidente de Estados Unidos; en su lugar, voy a tratar de comprender sus razones.
En El sentido de la vida, la película de los Monty Python, hay una escena legendaria, aquella en la que un comensal explota tras ingerir una pequeña chocolatina de menta, que representa la metáfora perfecta de la situación presente de Estados Unidos. Porque Estados Unidos, sí, está a punto de explotar. Los que ahora tratan a Trump de loco, no entienden que la genuina locura es que el país que él preside lleve medio siglo cebando sin tregua dos déficits inmensos, el del Estado federal y el de la balanza comercial frente al resto del mundo, que, de seguir así, lo acabarán abocando al apocalipsis financiero. Simplemente, es insostenible ese estado de cosas. Una chocolatina adicional de menta y Estados Unidos reventará.
Por muy brutal e injusto que resulte su proceder en este instante, Trump lleva la razón en algo. No puede ser que China y Alemania, dos de las mayores economías del planeta, mantengan un superávit comercial crónico, estructural e irrefrenable frente a Estados Unidos. Ni Estados Unidos ni la economía mundial pueden seguir soportando eso. O los dos gigantes exportadores reconducen una fracción significativa de su producción anual hacia los respectivos mercados domésticos de consumo interno, algo que ambos se niegan a hacer por sistema, o el comensal saturado no podrá seguir tratándose los excedentes de sus fábricas. Trump no tiene modales, es evidente, pero tiene motivos. Y motivos de peso.
