
Escribía no hace yo tanto, en estas mismas páginas, un sentido lamento por la cancelación de la actriz Karla Sofía Gascón, protagonista de Emilia Pérez. Escrutada la gala de los Oscar, está claro que la Academia, como tantas otras instituciones, es escenario de batalla campal cultural. Es curioso cómo se ha saldado la de este año. Luchaban a cara de perro una especie de ópera trans (Emilia Pérez), un alegato gore contra el bumerán de la sexualización del show-business y el edadismo (La sustancia) y un Pretty Woman al revés (Anora) que a unos les he encantado por su frescura indie y a otras las ha puesto de los nervios porque creen que "blanquea" la prostitución, en lugar de abolirla a cañonazos.
La competición entre estas tres películas se podría comparar con la pugna entre tres ramas o familias del feminismo: La sustancia representaría a las viejas guerreras cabreadas, Anora a las jóvenes menos dogmáticas, menos moralistas o menos consecuentes (al gusto del militante), Emilia Pérez intentaría el triple mortal: a la vez glorificar a la mujer y borrarla. Por un lado, te cuentan que la única manera de dejar de ser un cabrón es dejar de ser hombre. Por otro, la pretendida epopeya de lo trans, de hacer con tu género biológico un sayo, pincha estrepitosamente.
¿Quién iba a imaginar que la película de marras era, con perdón, tan mala? Mira que llevamos meses y meses y meses hablando de ella. Desmenuzando los famosos tuits de la vergüenza de Karla Sofía Gascón, la presunta hispanofobia del director, los oscuros motivos de fondo para enfrentar a Netflix con el cine de estudio…etc. Y a todo el mundo se le olvidó mencionar que Emilia Pérez, antes que nada, por encima de todo, es un solemne truño.
Sólo la presencia conmovedora, por momentos hipnótica, de Karla Sofía Gascón justifica aguantar hasta el final un visionado que da vergüenza ajena. Como me comentaba insistentemente la amiga con la que la vi, la primera pregunta sería: ¿y por qué puñetas tenían que hacer un musical, si no hay un solo número musical que se sostenga, ni un solo miembro del reparto que sepa cantar más que cualquier hijo de vecino en la ducha, y de las coreografías mejor ni hablamos? Por no incidir en las letras sonrojantes de las canciones, acordes con la pretenciosidad inconsistente del guión. ¿De verdad alguien pensó que era una buena idea invertir una millonada en semejante subproducto, no digamos en promocionarlo para optar a un Oscar?
La única explicación sensata que se me ocurre tiene menos que ver (nada que ver, en realidad) con el arte, y todo con el agit-prop que vuelve por sus fueros como en tiempos del peor "arte soviético". ¿Se acuerdan? Un país como Rusia, donde han nacido los mejores escritores del mundo y algunos de los mejores cineastas, músicos, bailarines, etc, de repente sucumbió a una vorágine de exigencias de combatir por todos los medios el "arte burgués decadente" y poner la creación al servicio de la revolución. Viendo Emilia Pérez, se me ocurre que los autores del engendro estaban tan convencidos de tener, no ya razón o sus razones, sino incluso una misión sagrada, que pensaron que con eso ya estaba. Que la película tenía que arrasar porque así lo exigía la Biblia woke.
Pues no. Haciendo yo un descomunal esfuerzo, no sé si de empatía o de gilipollez, quiero pensar que alguna persona legítimamente trans —no trans inducidos por moda o por imperativo ideológico, que ese es otro tema…— puede haberse emocionado al ver determinadas situaciones y escenas en celuloide. Me imagino que la comunidad homosexual también se emocionó cuando las historias de amor en el cine dejaron de ser estrictamente heterosexuales. Claro, pero si hubieran sido malas o espantosas películas, igual sería peor el remedio que la enfermedad. Igual el tiro cultural les salía por la culata.
Exactamente creo que eso es lo que ocurre con Emilia Pérez. Aparte del chasco de irse de vacío en los Oscar, si esperan que de verdad el visionado de esta cinta refuerce su tesis, cualquier tesis… pues en fin. Que la película da muchos más argumentos contra el credo queer que a favor.
La sustancia hace un esfuerzo cinematográfico mucho más serio, pero también derrapa por el empeño de la directora de hacer no ya cine sino feminismo de terror. Unos cuantos camiones menos de mala leche y un poco más de sutileza narrativa igual habrían triunfado más.
Lo cual nos deja con Anora, cuyo sorprendente mérito es que es ni más ni menos que una película. ¿Una gran película? Honestamente, creo que tampoco. Pero sí una película hecha por alguien consciente de que contar una historia no es regañar ni adoctrinar al espectador. Es buscar otro tipo de comunicación y de interés. Y luego si quieren ya nos sentamos a discutir si la prostitución hay que abolirla o regularla, si degrada más o menos cobrar o pagar por el sexo, si el amor de peaje puede llegar a convertirse o no en amor real, si los cuentos de hadas existen, etc. Pero lo primero para que el cine funcione —incluso como arma política…— es no quedarse sin espectadores. Por haberlos matado de asco a todos.
