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Daniel R. Rodero

¿Un papa para quienes no creen?

Francisco ha querido antes hacerse perdonar por los que estaban lejos de la Iglesia que acercarlos a ella.

Cordon Press

Ha muerto el Papa Francisco, que el Señor lo reciba en su seno. A los católicos del mundo y a las personas de buena voluntad sólo nos queda rezar y desear que brille para él la luz perpetua, caso de que la luz perpetua exista. Su muerte, punto final de un pontificado polémico, es acaso un momento prematuro para valorarlo, faltos como estamos de esa distancia que pone en claro lo oscuro y en gris lo claro. Pero, sobre ser un momento precoz, es también el más oportuno mediáticamente, quizás el único. A partir del Habemus Papam con que el camarlengo nos anuncie a su sucesor, la figura de Francisco pasará a manos de los historiadores y los especialistas.

Se dice que Pío XII fue el Papa de la radio, lo que permitió transmitir su mensaje de una forma novedosa, pero no menos profunda. Francisco ha sido un Papa casi para redes sociales, demasiado entregado a la cohetería de los gestos, que, con ser importantes, no son nada en sí mismos si no van acompañados de mayor solidez de doctrina, pensamiento y acción. Al final, se ha movido en el alambre de hacer un papado como de campaña electoral o de viajante de comercio, que viene a ser lo mismo.

Capaz de afirmar una cosa y la contraria con tal de agradar a quien tuviese delante, Francisco ha querido antes hacerse perdonar por los que estaban lejos de la Iglesia que acercarlos a ella. Ha patrocinado una Fe sin contenido en la que basta instalarse en el sitial de las buenas intenciones para poder llevar la etiqueta de cristiano. Su necesaria lucha contra la hipocresía le ha conducido a llenar el mundo de hipócritas del revés, gentes que presumen de no seguir la doctrina porque su Iglesia es la de Francisco y con eso les basta para considerarse buenas personas y aspirar un día a gozar de la vida eterna. Tanto ha sido su interés por meter el dedo en el ojo a portacirios, beatones y meapilas que se ha olvidado de que su corte y cohorte de aduladores no eran gente mejor. Al final, pareciera que sólo ha aspirado a remover las conciencias de quienes le caían mal, por muy frívola que resulte esta afirmación.

Muchas de sus palabras son difíciles de imaginar en los labios de Jesús de Nazaret; por ejemplo, esa ristra de mensajes que parecían sacados de un muestrario de tazas de Mr. Wonderful ("atreveos a ser felices", "no seáis administradores de miedos, sino emprendedores de sueños", etc.) o el abismo que ha mediado entre su predicación y su dación de trigo. De nada sirve hacerse acompañar de los desamparados del universo mundo, si luego se compadrea con Fidel Castro. De poco sirve criticar la xenofobia y la falta de samaritanismo de los países desarrollados, algo tan evangélico como exigible y urgente, si no se pone el foco en las mafias que se lucran con la migración masiva y en por qué los países de origen presentan el denominador común de una miseria no casual. Si a Juan Pablo II puede reprochársele no haber entendido el grito implorante de justicia que había detrás de la teología de la liberación (lo que se evidencia en el abandono en que sumió a la Iglesia salvadoreña luego del asesinato de Monseñor Romero), a Francisco hemos de señalarle la confusión opuesta: pensar que, porque el grito tenía sentido, sus desviaciones también.

Su asimétrico ejercicio de la misericordia dentro de la Curia, la arbitrariedad y capricho en el nombramiento de sus colaboradores, su desprecio a los cauces del derecho canónico y su displicencia hacia los asuntos doctrinales ha colocado a la Iglesia cerca del cisma. Conatos hubo en la Iglesia alemana y no han faltado voces en las de Asia y África pidiendo un rumbo claro. Porque no se puede amagar permanentemente si luego no se da. Bandazos y más bandazos en un mundo que por sus vuelcos constantes (esos vuelcos constantes inherentes a las épocas de transformación), necesita una piedra angular firme y una teología clara. No una teología nueva y rupturista, como parecen pedir los que ni siquiera conocen la actual ni muestran intención de ello, sino una teología que guíe nuestra navegación en el proceloso mundo de hoy. Y Francisco, en vez de ser un papa para el siglo XXI, ha preferido ser el último del XX. Pero es que, ay, la pelota estaba ya en el campo contrario…

Ratzinger nos advirtió que el cristianismo del futuro habrá de encarnarse en un entorno bien distinto del moldeado por la Iglesia a lo largo de los últimos dos mil años, un mundo o una civilización de los que podemos pensar que estamos asistiendo a sus estertores. La teología de Francisco ha sido más política que otra cosa, aunque no faltan quienes la han criticado neciamente sin más fundamento que el de provenir de él. ¿Qué se dice en Laudato si que no pueda extraerse de las Sagradas Escrituras? ¿Qué en Amoris laetitia donde no podamos sentir el fraternal beso de los labios de Cristo? Ha demostrado, no obstante, cierta capacidad de diálogo y sensibilidad social, incluso una capacidad de diálogo algo excesiva (el diálogo como fin en sí mismo, aunque no condujese a nada) y más con los de fuera que con los de dentro. Si desde el ecumenismo patrocinado por Francisco todas las religiones son válidas para acercarse a Dios, ¿por qué elegir la cristiana y, dentro de la cristiana, la católica, siendo como es la más exigente de obra y pensamiento?

Luego están sus problemas con España. Ni una sola visita durante su pontificado. En su día dijo que no vendría hasta que estuviese en paz. Habría que preguntarle de qué guerra y recordarle que es precisamente la oración de San Francisco de Asís, en quien proclamó querer reflejarse, la que reza "Señor, haz de mí un instrumento de tu paz. (…) Que donde haya discordia, lleve yo la unión". Rehusó venir en 2015 al año teresiano, pero celebró en 2017 el quinto centenario de la "reforma" de Lutero. ¿Coincidencia? Allá en su tumba de la iglesia romana del Gesú es imaginable que los restos de San Ignacio hayan sentido pesar por la ejecutoria de un supuesto jesuita muy poco jesuítico. Y es que, si Francisco hubiese tenido más presentes las Constituciones de Íñigo de Loyola —entre cuyas virtudes se encuentra la de servirnos de manual de prudencia, sensibilidad y moderación—, no nos habría dejado el rosario de declaraciones impropias de un Papa que encontramos a golpe de clic: desde llamar "buey corneta" a algún obispo al "mariconeo en los seminarios". Curioso y más que curioso en un Santo Padre que exhortaba "a cultivar los espacios de silencio".

Ahora, a los católicos y personas de buena voluntad sólo nos queda rezar por él y por el acierto de su sucesor. Acaso algún día alcancemos a ver claro lo que en este instante se nos presenta turbio e incomprensible. Entre tanto, insisto, oremos por que así sea.

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