
Nos acostumbramos fácilmente a casi todo, y pronto un desmán gubernamental nos entretiene hasta opacar el anterior. Pero, con el tiempo, de puro repetirse las maniobras del Manual de Resistencia, comenzamos a detectar patrones, manías, rasgos de estilo y carácter.
Entender el sanchismo como el síntoma de una cultura política en crisis es más prometedor que resumirlo en un rosario de escándalos protagonizados por un tipo más o menos perverso y astuto, como si de un asunto de diván se tratase. Este Ejecutivo pasará, claro, pero si no se remedia quedarán las corrosiones de la vida pública que aseguraron su éxito.
De entre ellas, merece especial atención lo que el sanchismo tiene de celebración del descaro como signo de determinación y valentía política. El cuajo de llevar a cabo sus designios caiga quien caiga, sin tapujos ni remilgos institucionales. Esa constante elusión de responsabilidad y exacerbación impúdica de la propaganda, de victimización gubernamental amparada en una supuesta persecución de los "poderes fácticos", esa actitud de desplante y de remoción a toda costa de cualquier impedimento (interno a externo) a la ambición de gobernar un día más. Estas mañas, que sus acérrimos ven como signos de fortaleza, delatan más bien la debilidad de quien, obligado a constantes contorsiones para sostener lo aparentemente insostenible, se aboca a la soflama y al delirio ideológico hacia fuera y al férreo control del disenso hacia adentro.
Y así, se volvió insólitamente normal que todo un presidente del Gobierno nos diera cartas cuando debería dar la cara, o el célebre arte de los cambios de opinión. La última entrega es el filtrado de los chats privados del presidente con su entonces mano derecha, José Luis Ábalos, que dan cuenta de la descortesía del primero y la cortesanía rayana en el vasallaje del segundo, de una por momentos enternecedora mezcolanza de amistad y sumisión repleta de desdén hacia los barones discordantes del PSOE, como si esa imponente máquina de hegemonía que ha sido el Partido Socialista hubiese quedado reducida a un pequeño grupo de amigos, cada vez menos, que caben en un humilde grupo de WhatsApp.
Tal vez porque lo vemos como el servicial amigo defraudado por la ruptura de un pacto de caballeros, como un chivo expiatorio o como un representante casi paródico de todos los vicios autóctonos, Ábalos se ha granjeado muchas más simpatías de las que un pueblo con algo de amor propio y esperanza política le concedería. Pero, en todo caso, lo que los mensajes han revelado es lo que ya sabíamos: en la celebración de la desvergüenza, que es no dar la cara, ligada al deshonor, que es faltar a la palabra dada, radica lo más genuino del estilo gubernamental.
Porque la cara y la voz son la persona, como recordó Rafael Sánchez Ferlosio en El alma y la vergüenza, para quien el rostro era la parte pública y social del alma, y no solamente su espejo, y también el lugar del palidecer que produce el miedo y del rubor de la ira y la vergüenza. Pero la vergüenza es el sentimiento más interesante y revelador de los tres: uno sólo se ruboriza frente a otro a quien considera moralmente relevante. La vergüenza, a diferencia del miedo y la ira, no se puede fingir. Es, en definitiva, un sentimiento moral y social estrechamente ligado a la conciencia de haber actuado mal, antisocialmente. Y uno intuye que el presidente no ha recibido este filtrado con vergüenza, sino con miedo en el improbable supuesto de que su contenido supusiera un revés para su supervivencia en la Moncloa.
Lo mismo podemos decir del arrojo con que el presidente da un bandazo de opinión sin despeinarse, de lo desnudas y mudables que muestra sus ambiciones. El arrojo es una de las acepciones del honor, hoy vilipendiado como una antigualla propia de un auto de Calderón de la Barca. Pero haríamos bien en recuperarlo y distinguir la valentía del hombre honorable del atajo del oportunista. En su último ensayo, Palabra de honor, el filósofo Jorge Freire advierte que es atributo del hombre honorable ser hombre de palabra, que es tanto como tenerla y darla: el hombre de honor "tiene" palabra precisamente en el sentido de que pertenece a la palabra dada y así "la virtud de tener palabra (…) va indisociablemente unida a la confianza que depositamos en nuestro compromiso con la verdad y la confianza que nuestros iguales depositan en nosotros".
La vergüenza, como el honor y la nobleza, obligan a uno mismo en conciencia y ante los demás. Es nuestra tarea recordarlos, salvo que queramos hacer bueno aquello de que los pueblos tienen los gobernantes que se merecen.