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Santiago Navajas

Las lechugas de Platón

Esa fe ciega en la pureza de la izquierda es lo que constituye el gran problema de las democracias occidentales, carcomidas por el cáncer del supremacismo moral de los que terminan siendo asesinos con buena conciencia y mejor prensa.

Hay quien dice que le ha decepcionado que Fulanito o Menganito hayan firmado la carta de adhesión a Pedro Sánchez, elevado a los altares por los abajofirmantes al rango de líder supremo al estilo de Lula, Maduro y Petro, los otros referentes de la izquierda hispanopopulista. Nada nuevo dentro de la dimensión tenebrosa de los seducidos en la izquierda por el anillo sauroniano del poder, como hicieron en Argentina los «intelectuales K» al servicio de los Kirchner. Estos peronistas argentinos fueron claves en la legitimación y defensa pública del kirchnerismo, promoviendo una lectura nacional-popular y antineoliberal de la Argentina, siendo capaces de justificar todos los actos del liderazgo kirchnerista que, finalmente, han llevado a Cristina Kirchner a ser condenada a seis años de prisión y a la inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos

Por mi parte, podría haberme sentido defraudado por la presencia de filósofos e intelectuales, aparentemente herederos de Sócrates por su compromiso con la verdad y su desafío al statu quo y los poderes fácticos. Sin embargo, desde la Atenas de Pericles hemos visto cómo los intelectuales y filósofos suelen estar más cerca del poder establecido, siendo más bien hijos de Platón que de Sócrates. Cuenta Diógenes Laercio que en una ocasión Platón le gritó a Diógenes, el cínico que también era heredero intelectual de Sócrates: «¡Diógenes, si tú sirvieras a Dionisio, seguro no tendrías que lavar lechugas para comer!». Sin inmutarse demasiado, Diógenes ya había puesto en evidencia más de una vez la hipocresía platónica, el filósofo que prefería los toneles a los palacios para vivir se acercó a Platón y le susurró: «Y si tú lavaras lechugas, Platón, de seguro no tendrías que servir a Dionisio para comer».

Muchos de los firmantes le deben a Zapatero, digo a Sánchez, las lechugas deconstruidas que sirven a trescientos euros en los menús de degustación. Otros, sin embargo, lo hacen con pleno convencimiento, por convicción ideológica de que la izquierda nunca puede ser corrupta, autoritaria y antidemocrática. Y si lo es, como es el caso, lo hace bienintencionadamente. Porque creen que la izquierda es genéticamente inmune al pecado original del poder, el uso de la violencia para conseguir bienes propios con la excusa del bien público. O dicho en román paladino, la venta de una amnistía inmoral, ilegítima e ilegal (diga lo que diga el Tribunal Sanchista) a los golpistas a cambio de un puñado de votos para que Sánchez y su corifeo de mariachis puedan seguir en la poltrona del poder.

Esa fe ciega en la pureza de la izquierda es lo que constituye el gran problema de las democracias occidentales, carcomidas por el cáncer del supremacismo moral de los que terminan siendo asesinos con buena conciencia y mejor prensa. En paralelo a la carta de adhesión al corrupto en todos los frentes Sánchez, las podemitas Belarra y Montero se fundían en un sonriente y cálido abrazo –con olor a cheka– con Otegi. No es que la derecha sea un dechado de virtudes, pero esta idea de que Sánchez y los suyos son incapaces de caer en las trampas del poder es de una ingenuidad que roza lo absurdo y es un trampolín a que la próxima corrupción sea todavía mayor. Y si creen que la amnistía a los golpistas y el cupo catalán es el no va más de traición a España y la democracia liberal es que no conocen a Sánchez. La historia nos lo ha enseñado una y otra vez: el poder corrompe, sea del color que sea, y las buenas intenciones no son un escudo contra la tentación de controlarlo todo. Esos firmantes, algunos con sus cátedras y sus columnas en periódicos, parecen olvidar que la coherencia no se debe vender, ni por un menú de lujo para los más cínicos ni por la promesa de un ideal para los más utópicos. Diógenes, con su linterna buscando hombres honestos, se reiría en la cara de estos platones modernos que se arrodillan ante el corrupto supremo mientras hablan de libertad y progreso. Progres por fuera, reaccionarios por dentro.

Esa doble moral se revela en que se llenan la boca con palabras grandilocuentes sobre la verdad, pero a la hora de la ídem, muchos prefieren el calor del palacio a la incomodidad de cuestionar. La carta de adhesión no es solo un papel; es un espejo de cómo el poder seduce, ya sea con prebendas o con la ilusión de una causa justa. Y mientras los que seguimos lavando lechugas nos preguntamos: ¿dónde quedó el espíritu socrático? Pero también hay en la izquierda gente honesta y lúcida: hay que leer entre líneas los nombres de los que no han firmado.

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