
Lo de aprovechar también las catástrofes naturales, como ocurre con los incendios o las danas, para extraer tajada política por la vía de lanzar toneladas estiércol retórico contra el partido contrario, deporte en cuya práctica profesional se vuelcan hoy PSOE y PP, constituye una muestra, otra, de lo mucho que ha bajado el nivel de nuestra clase dirigente de un tiempo a esta parte. Pero cuando se hace el esfuerzo de obviar ese oportunismo cortoplacista y algo rastrero para buscar una causa objetiva a la proliferación de los fuegos estivales en España, el sentido común nos conduce a la demografía.
La España interior y profunda arde cada vez más por la muy prosaica razón de que la España interior y profunda está cada vez más vacía de gente. Y cuantas menos personas residan de modo permanente en ella, más va a arder todos los veranos. No hay otro misterio. Es así de simple. Ahora mismo, mientras redacto estas líneas en un pueblo de las Rías Baixas abarrotado de turistas, en la provincia vecina de Orense se expande el mayor incendio de la historia de Galicia. Y no obedece a la casualidad que justo ahí, en la Galicia central, ya no viva prácticamente nadie. Por lo demás, no se trata de un fenómeno específicamente español, como tanto predican por norma los castizos y los cuñados. Ocurre lo mismo en Estados Unidos, en Francia, en Alemania, en todas partes.
A la generación de los que estamos vivos le ha tocado asistir al surgimiento de una revolución económica, la posindustrial, cuyo rasgo dominante es el de concentrar la actividad productiva dentro de muy pocas grandes urbes; en el caso español, únicamente las áreas de Madrid y Barcelona, además de una muy delgada franja turística en la costa del Mediterráneo. En el nuevo mundo que viene, el que ya está aquí, un 90% de la superficie de la Península Ibérica quedará condenada a convertirse en un absoluto erial demográfico. Y para siempre jamás. La España vacía, sí, va a acabar siendo casi toda España. Y claro que seguirá ardiendo.
