Escenas monclovitas
Ni de coña, en fin, me echaría yo a dormir en La Moncloa, al albur de las hienas y de los intrigantes asesores, teniendo la posibilidad de reformarme de una vez el palacete portugués de Elvas
Hay ejércitos de plátanos flanqueando la carretera, pinos frondosos, exuberantes cedros y esbeltos cipreses, que se elevan del palacio como top models de los 90. Hay urracas intentando colarse en el Consejo de Ministros con su huella dactilar, mirlos gritones que sueñan con ser cuervos, gorriones a los que les queda grande la finca, a ratos algunas cigüeñas recorren el complejo como si fueran drones del CNI, y hay quien asegura que en las rosaledas se han visto ejemplares de chochín –tranquilo, José Luis, es un pájaro–.
Ya en el interior, maderas nobles comparten tedio con muebles de oficina, estancias espaciosas de arquitectura incomprensible, y algunos rincones son de un eclecticismo que se parece bastante a las leyes españolas, que muchas se acumulan como recuerdos de ex novias en una cajonera que nunca se abre, con vestigios y antojos de los unos y los otros, que es quizá la expresión más estúpida y aburrida que machacó Albert Rivera, que también soñaba con reformar este lugar y acabó amueblando a Malú, porque la vida al fin es vida, y la política, un sinvivir.
Las callejas del complejo tienen un ancho de prosperidad, como para que los coches oficiales puedan adelantarse unos a otros por la derecha, y al caminar por pasillos de entreluces tienes la sensación de que nunca llegarás a ningún destino seguro. Mi primera visita fue un horror, pero porque la sucesión de reuniones inútiles me impidió dedicarme a buscar huellas dactilares en los pomos de las puertas, que es lo que realmente me pedía el cuerpo, porque por allí han pasado algunos de los más célebres ladrones de la historia de España, y de niño siempre quise ser detective.
Hay algo fantasmal y trágico en el edificio Semillas, donde pasé más tiempo, inquietante e intrigante, como si fuera aparecerse en cualquier momento la Santa Compaña, pero sin grilletes, que lo que allí habita conserva, por lo general, un sugerente aforamiento. Tan solo lamenté, después de todo, no haber llevado agua bendita, porque una rociadita no mata a nadie, y viendo la historia de España desde el 78, de esos archivadores metálicos pueden salir niñas de El Exorcista a paladas.
Un artista me confesó hace poco que fue el primero en meterse un tiro en los baños de La Moncloa y, qué quieres que te diga, tengo muchas dudas de que haya sido el primero, pero visto lo visto, lo que es seguro es que no fue el último. A mí en cambio los aseos, cursilada de oro del diccionario español, me parecieron de una pulcritud sospechosa, como si la gente que conspira allí meara agua con gas y limón, pero me resultó divertido pensar en la cantidad de tipos que se habrán encerrado para enviar un WhatsApp de auxilio a sus amos, y recibir indicaciones sobre por dónde continuar la negociación de la forma más perversa posible.
Sin duda lo más fascinante de La Moncloa son los jardines como de monasterio renacentista, donde puedes perderte a conspirar contigo mismo o entregarte a las laudes con las primeras luces del alba, para empezar cristianamente el día. Tiene el lugar la ventaja de que puedes abrir el día voceando alabanzas a Dios, y a la tenebrosa hora de Completas haber quebrado todos los mandamientos y, si te lo montas, parte del Código Penal, que no pasa nada, que allí viven almas abonadas al perdón divino a cargo del presupuesto, y que consideran que son los dioses los que están a su merced. Además, al caer la noche cierran las redacciones, que es como la absolución de todos tus desmanes, y a la mañana puedes volver a embriagarte de loas celestiales con el Benedictus de Zacarías.
Ahora sabemos que a este pintoresco y edénico complejo ajardinado se fue a vivir el hermano del presidente, no sé si en condición de Adán sin Eva, de aspirante a prófugo fiscal, como intérprete de japonés, como músico de palacio, o como cigüeña blanca, que gusta de planear las alturas dejando el nido portugués vacío.
Mi admiración al muchacho, a quien tenía por disperso, bohemio, pusilánime, quizá un tanto fogoso en la intimidad artística. Lo que desconocía de él es este imperial arrojo, esta valentía disciplinada como de guerrero otomano, y este ramalazo corajudo que le llevó a pernoctar al menos seis meses, 26 semanas de embarazo en funciones, en el palacio de los terrores, sufriendo la cólera de los marqueses, la maldición de los narcisos, la intransigencia de los dioses, y los chillidos histéricos y diabólicos de las ardillas cuando la luna llena anuncia su llegada entre los pinos.
Ni de coña, en fin, me echaría yo a dormir en La Moncloa, al albur de las hienas y de los intrigantes asesores, teniendo la posibilidad de reformarme de una vez el palacete portugués de Elvas, construido sobre las ruinas de un castillo medieval, disfrutando de las ventajas fiscales del país vecino en lugar de la trepanación tributaria de cada día de la draconiana Montero, y con la patria amada en el horizonte del gran ventanal, que te asomas y escupes un hueso de aceituna y cae en el mismo Badajoz, en el despacho del jefe de la Oficina de Artes Escénicas, allá donde no llega la mirada petulante de la cuñada, ni la cólera encalabrinada del hermano.
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