En un partido con una preocupante tendencia a eludir algunos de los temas más polémicos de la confrontación política, es una buena noticia que Alberto Núñez Feijóo y el PP estén afrontando uno que, sin dudas, va a marcar buena parte del escenario social y político en los próximos años: la inmigración.
Sólo desde el sectarismo más radical se puede obviar que hay un importante porcentaje de población muy preocupado por el impacto que la inmigración, especialmente la ilegal, tiene en sus vidas, en sus pueblos y en sus barrios; sólo desde ese mismo sectarismo atroz tan propio de la izquierda actual se puede negar que esa preocupación no nace de la propaganda y los "discursos del odio", sino que una inmigración descontrolada es una fuente segura de problemas sociales y de seguridad.
En un mundo como el actual y en una situación geográfica como la española no tener una política migratoria para el país es directamente suicida, y esta política tiene que estar basada en la lógica y en el derecho que tiene cualquier nación a decidir quién debe entrar en su sociedad y formar parte de ella. Como bien ha resumido Feijóo: "Tenemos el derecho a elegir quién entra, cómo entra y para qué entra".
Establecer estas normas no tiene nada que ver con la xenofobia, el racismo o los famosos "discursos del odio", es una necesidad y, sobre todo, es la única forma de que aquellos que quieren venir a España a desarrollar una vida próspera para ellos y sus familias puedan hacerlo, de que sean capaces de hacer una aportación positiva a nuestra sociedad de la que todos, ellos y nosotros, nos beneficiemos. La prueba de esto es que los primeros que desean que la inmigración sea legal y ordenada son los inmigrantes ya establecidos legalmente.
España, y en realidad toda Europa, necesitan una política de inmigración que favorezca la llegada legal de personas e impida la ilegal, que sea razonable y, sobre todo, que las autoridades hagan cumplir y que incluya la persecución de las bandas dedicadas al tráfico de personas, un auténtico cáncer para los países receptores de inmigrantes y aun más para los emisores.
Y también una política que no pase por las listas de apellidos ni la pureza de sangre de la que tan nefastos ejemplos hay en nuestra propia historia, que sea consciente de la realidad de un fenómeno que probablemente es imparable y para el que no hay soluciones mágicas, ni siquiera sencillas y que hay que encarar y tratar, sí, pero en el que la demagogia, de uno u otro signo, es una bomba de relojería que puede destrozar nuestras sociedades.

