
Lo único malo de la Flotilla es que su viaje ha acabado, y con él la incesante diversión que nos proporcionaba a los espectadores neutrales. Han sido unas semanas maravillosas de pijoprogresismo en vena, una especie de Gran Hermano perroflauta combinado con un Erasmus para comunistas casposos que ya vivieron su momento de gloria una década atrás. Ha sido una reedición de la Ruta del Bakalao, pero marítima. La Ruta del Besugo, podríamos llamarla. Al fin y al cabo tenía todos los ingredientes de una comedia de situación: peñita ya crecida poniéndose hasta las cejas, niñas bien bailando en discotecas de Ibiza y Mikonos y melenudos tocando en la guitarra el maldito Wonderwall a la caída del sol. Entre todos los integrantes de la flotilla suman once días cotizados. Mediterráneamente. Como el anuncio de Estrella Damm pero con muchísimo menos desodorante.
Guiados por una Greta Thunberg con las hechuras y el peinado de un Cristóbal Colón posmoderno, la perroflotilla alcanzó las aguas controladas por Israel y fue inmediatamente desmantelada, que era su objetivo desde el principio. Durante un rato pareció que uno de los yates de recreo había alcanzado la costa de Gaza, lo que habría supuesto un ligero problema, porque la famosa ayuda humanitaria que llevaban se reducía a los sobrantes de las juergas nocturnas de los concienciaos; las latas de fuagrás y pollo en conserva que esa gente acostumbrada al caviar no toca ni con un puntero láser. Además, si hubieran desembarcado en territorio palestino las mujeres tendrían que haberse tapado de la cabeza a los pies para no excitar los bajos instintos del Hamasita medio, que como todos sabemos tiene la libido de un bonobo adolescente puesto de anfetaminas. Y ninguna podría seguir estudiando, aunque para Greta eso no sería problema, teniendo en cuenta que ha ido menos al colegio que el chaval que te cobra las fichas de los coches de choque en la feria del pueblo.
Lo de Palestina en general y lo de la flotilla (¡qué merendilla!) en particular es la quintaesencia del progresismo. No es un asunto en el que puedan hacer absolutamente nada, pero es perfecto para el virtue signalling. Mira qué buenos somos, con nuestras banderas de un estado terrorista y dictatorial descomunalmente machista y homófobo. "La reserva moral del mundo", "Se juegan la vida para parar el exterminio de un pueblo", un montón de palabrería histriónica para lo que no es más que postureo tiktoker financiado con petrodólares. Los bailoteos de Barbie Al-Qaeda en Pachá retransmitidos en directo por Instagram no van a salvar ni una sola vida, pero le permiten creerse mejor y más importante que los demás. Y es que de eso se trata, porque siempre se trata de eso; de creerse mejores pese a que sus actos, en general, son habitualmente inútiles, cuando no contraproducentes.
La perroflautada de la flotilla (dos etarras, una lunática de la CUP, Enajenada Colau, el mantero de Podemos, Barbie Al-Qaeda, es que menuda recua) sabía, como sabíamos todos, que Israel no les iba a tocar un pelo, a diferencia de lo que hicieron las bestias de Hamás con los trabajadores tailandeses, filipinos o nepalíes a los que fusilaron o quemaron vivos durante la invasión del 7 de octubre. Sabían, como sabemos todos, cómo funciona un bloqueo naval durante una guerra y que no iban a acercarse a Gaza ni un metro más de lo que les dejaran las Fuerzas Armadas de Israel, pero es que su objetivo no era ese. "Todos los ojos en la flotilla", tuiteó Irene Montero, para que quedara claro de qué iba esto: de alimentar el ego de una manada de fanáticos con una cantidad claramente excesiva de tiempo libre, a la mayoría de los cuales les pagamos el sueldo entre todos.
