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Juan Pablo Cardenal

Ofensiva diplomática con China

El análisis de la relación bilateral lleva a cuestionar que España se beneficie tanto como se insinúa. Al menos, no hasta el punto de que justifique una aproximación diplomática que cualquiera consideraría fronteriza con la pleitesía.

El rey Felipe VI y la reina Letizia a su llegada este martes al Aeropuerto Internacional de Pekín, China en el marco de la visita oficial de los reyes de España al país. EFE/ Chema Moya | EFE

Tuvo que llegar una pandemia originada en China que cambió el curso de la historia para que Occidente entendiera al fin, tras dos décadas de miopía e indolencia generalizadas, que echarse en brazos de China dándole el control de las cadenas de suministro estratégicas no había sido una buena idea. Desde entonces, con Estados Unidos a la cabeza, el mundo libre trata de desandar lo andado, con rumbo fijo hacia una desglobalización selectiva que quizá derive en un mundo en fragmentación.

La nueva coyuntura explica la abierta hostilidad de la China de Xi Jinping contra Occidente. Nunca se dice, pero el resto del mundo ha sido y es clave para el desarrollo y la seguridad del país asiático: es en el exterior donde sus empresas estatales hacen negocio, donde garantiza su suministro de los recursos naturales que alimentan los motores de su economía y donde están los mercados que compran los bienes que exporta su industria. Ya que mantenerse impasible ante la nueva coyuntura no es una opción, Pekín contraataca.

Pero gran parte de lo que pasa actualmente, por mucho que puedan cuestionarse los bandazos de Donald Trump, es en buena medida responsabilidad de China por su agresiva política industrial y su competencia desleal. Un problema que arrastramos desde que se adhirió a la Organización Mundial del Comercio en 2001, hace ya un cuarto de siglo, cuando empezó a oponer resistencia –hasta hoy– frente a las reglas de juego del club de economías de libre mercado al que había sido invitada.

Por mucho que China sea también fuente de oportunidades, el daño infligido a una mayoría de países del mundo, incluidos los del Sur Global a los que dice proteger, ha sido incalculable. Aprovechó las decisivas rebajas arancelarias y el escaso colmillo de la OMC para neutralizar sus trampas, pues esta ni siquiera contempla mecanismos de expulsión, y dinamitó Bretton Woods desde dentro.

Esta es la razón principal que nos ha traído hasta aquí

Y es en este contexto, con el conflicto por el comercio desleal chino al rojo vivo y en medio de la alianza Pekín-Moscú y la de estos con otros países autoritarios contra Occidente, que España aspira a convertirse en un aliado fiel de Pekín. Con este propósito en mente, los Reyes de España visitan esta semana China. El primer monarca europeo en visita oficial al país asiático desde 2018.

Podemos intuir, o al menos yo prefiero verlo de este modo, que el rey Felipe VI no puede desmarcarse de la dinámica ni de la agenda que marca Moncloa. Pero parece obvio que la visita real está en línea con la apuesta de cercanía que el gobierno pretende con Pekín. Pedro Sánchez ha visitado China tres veces desde 2023, justo en una época en la que las discrepancias con Occidente se han hecho evidentes e insalvables.

Entre ellas, los estragos ocasionados por el covid-19; el apoyo tácito –y no tan tácito– de China a Rusia tras invadir Ucrania; las trampas comerciales de Pekín; el jaque mate al Hong Kong que fue; los crímenes de lesa humanidad –según la ONU– cometidos en Xinjiang para la asimilación forzosa de la población musulmana; y, en general, la deriva autoritaria de Xi Jinping.

Dejando a un lado los principios, hay quien podría aludir, no sin cinismo, al pragmatismo y a la política de los intereses para justificar el acercamiento de España con un régimen autoritario con semejante hoja de servicios.

Sin embargo, el análisis de la relación bilateral lleva a cuestionar si España se beneficia tanto como se insinúa. Al menos, no hasta el punto de que justifique una aproximación diplomática que cualquiera consideraría fronteriza con la pleitesía. Los elogios de la prensa oficial china a España, que recoge hoy El Mundo, deben interpretarse como un indicador de peligro antes que como un motivo de orgullo.

En el ámbito comercial, España exportó en 2024 a China mercancías por valor de unos 7.400 millones de euros e importó por valor de unos 45.000 millones. Soportamos, pues, uno de los mayores déficits comerciales con China de toda Europa. Y no solo eso: Alemania y Reino Unido exportan –respectivamente– a ese país 12 y 6 veces más, mientras Francia y Países Bajos triplican nuestras ventas e Italia y Suiza las duplican.

China es, de hecho, el destino de únicamente el 1,9% de las exportaciones totales españolas. De estas, una de las partidas principales es la carne porcina. En una de sus visitas a China, Pedro Sánchez pidió a sus socios europeos que revisaran su decisión de imponer aranceles al coche eléctrico chino. Ese gesto no impidió los aranceles chinos a la carne porcina europea, siendo el español el sector más afectado.

Y qué decir de las inversiones chinas. La anunciada inversión conjunta de 4.000 millones de euros en Zaragoza entre CATL, el gigante chino de las baterías, y el grupo automovilístico Stellantis, es buen ejemplo de inversión china que sale en los periódicos pero en la que el país receptor transige con llevarse las migajas de la parte baja de la cadena de valor. El proyecto contempla la construcción de una fábrica de baterías, que levantarán 2.000 obreros chinos. Pekín evita así cualquier transferencia tecnológica.

Que haya 3.000 trabajadores españoles ensamblando cuando la planta esté operativa no es poca cosa, pero no es lo crucial. Lo verdaderamente importante es que China quiere desembarcar su coche eléctrico en Europa esquivando los aranceles. Y, por tanto, ya que el país asiático tiene esa necesidad, hay que exigirle lo mismo que ella ha exigido a los inversores extranjeros en su país desde hace más de cuatro décadas: que transfieran conocimiento y tecnología si quieren un trocito del mercado local.

Sin embargo, Pekín se niega a transferir su tecnología porque la protección de esta es cuestión de seguridad nacional. Pese a esta circunstancia, en España el anuncio de la inversión en Zaragoza se celebra políticamente por todo lo alto. Como tantos países del Sur Global, solo nos falta pedir a Pekín un préstamo multimillonario y adherirnos al proyecto de la Franja y la Ruta.

Luego está el asunto de Huawei. La UE recomienda restringir o excluir al gigante chino en las licitaciones de las redes 5G. Pese a las múltiples advertencias de seguridad de países amigos, Madrid firmó hace poco un contrato para que Huawei gestione datos –nada menos– del Ministerio del Interior. Y, el pasado verano, en su viaje al país asiático Salvador Illa se reunió a puerta cerrada con Huawei. No hubo fotos ni, por asombroso que parezca, se detalló públicamente lo hablado en la reunión.

Huawei es núcleo duro del régimen autoritario chino. Pero políticamente aquí nadie pregunta nada, ni se cuestiona lo fundamental, ni parece que algo tan importante importe a alguien.

La política de España con respecto a China ha sido errática desde siempre. Recordemos al embajador de Zapatero que abogó, durante la presidencia española de la UE, por levantar el embargo de armas a China vigente desde Tiananmén. O a la secretaria general del PP firmando en 2013 un acuerdo de cooperación con el Partido Comunista chino (PCCh). O a tantos políticos y diplomáticos españoles encantados de que Pekín considere a España "el mejor amigo de China dentro de la UE".

Todo a cambio de nada

A estas alturas deberíamos ya saber que la idea de que Pekín recompensa la lealtad política es pura mitología. Y deberíamos haber aprendido también que, en la cultura política del PCCh, la amistad no es una voluntaria y recíproca relación entre iguales, sino que es interesada, estratégica y está basada en la jerarquía. Y que la "asociación estratégica integral" que tenemos con China no significa absolutamente nada: Pekín utiliza al menos 42 combinaciones de adjetivos para sus asociaciones con los demás países.

Muchos países del Sur Global han caído en la órbita económica y geopolítica de Pekín. Pero en la mayoría de ellos, incluso si la relación es estrecha o fructífera, hay habitualmente una resistencia visible que cuestiona los términos que propone China en la relación bilateral. Una excepción en Hispanoamérica es Perú, donde el consenso en el ámbito político en favor de China es transversal. Y donde predomina un discurso de optimismo en el que se resaltan los beneficios de la cooperación y se silencian los aspectos más controvertidos.

En España, que vende a China solo un tercio de lo que exporta Perú, impera –mitad miopía, mitad desidia– ese mismo consenso injustificado favorable a China. Nadie rompe filas. Y, por tanto, es precisamente en la inexistencia total de análisis crítico en cuanto a los derroteros sobre los que debe ir la relación con China, donde radica el riesgo de dejarnos seducir por promesas imaginarias que acaben impulsándonos hacia la órbita del PCCh.

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