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Juanfran en zapatillas

Lo fácil sería, por supuesto, escribir en contra de las zapatillas. Decir que el principio del fin empezó el día que Steve Jobs se puso unas New Balance.

Lo fácil sería, por supuesto, escribir en contra de las zapatillas. Decir que el principio del fin empezó el día que Steve Jobs se puso unas New Balance.
El nuevo presidente, Juanfran Pérez Llorca, sale del Palau de la Generalitat. | EFE

Primero fueron los treinta, que pasaron a ser los nuevos veinte. Después, los cuarenta pasaron a ser los nuevos treinta y, como estos engranajes de la lógica no suelen poder detenerlos nadie, los setenta no tardaron en parecerse a los nuevos cincuenta. Así hasta llegar a la vejez, que ya nadie sabe muy bien en qué consiste y que probablemente no consista en nada, como la felicidad. Un amigo suele bromear cada vez que ve a un viejoven haciendo footing en el parque. «Por ahí debe venir la muerte», dice. Y después se palpa a sí mismo y se pone a correr también, que con casi treinta y cinco viste igual que si estuviese haciendo pellas en la facultad. Yo lo miro y pienso que cada uno huimos de la muerte a nuestra manera, claro. Y que, por norma general, más sentido tiene hacerlo abrazándose a una moda absurda que juzgando a quien, en la desorientación de la edad, derrapa al intentarlo. Esto lo escribo en pleno examen de conciencia, después de haber abandonado el pantalón pitillo y observado durante meses las Vans de mi amigo con la misma cara que le ponía Meryl Streep a Anne Hathaway en El diablo viste de Prada.

Lo fácil sería, por supuesto, escribir en contra de las zapatillas. Decir que el principio del fin empezó el día que Steve Jobs se puso unas New Balance para avisarnos de que planeaba cambiar el mundo; y terminó con Pérez Llorca anunciando el nuevo Gobierno valenciano en chaqueta y suelas blancas, como si en lugar de presidir una comunidad autónoma entrenase al Villarreal. «¿Qué persona respetable de más de cuarenta años se sigue llamando Juanfran, Juan Francisco?», le diría yo muy compungido desde esta tribuna. Y después me atusaría el bigote y gemiría en alto por la pérdida de una época que, como todo pasado que no existe, fue mejor. Pero, en fin, hoy me he levantado sensible. O tal vez más viejo. Desde hace un rato entiendo a Juanfran: me asaltan dudas de que la civilización y el decoro valgan un dolor de pies.

Quizá la explicación esté en el cosmos, que es donde yo acudo cuando me da por lloriquear. La NASA acaba de anunciar que en Bennu, un pedazo de roca gigantesca que vaga por el espacio desde que la palabra dinosaurio era sinónimo de progreso, se han encontrado todos los componentes del ARN. «Es un golpe directo al pecho», escribe Óscar Arias en su cuenta de X. «La vida, o al menos su química, no fue un accidente exclusivo de la Tierra. Estaba allá afuera, dispersa como semillas en un universo oscuro y paciente, esperando caer sobre un planeta con suficiente agua, suficiente tiempo, suficiente calma para empezar su lento oficio de organizarse». Pero a mí, más que un golpe directo a ninguna parte, me parece una constatación. ¿Acaso no somos todos, viejos, no tan viejos y partículas diminutas del Universo, pequeños Juanfranes en zapatillas huyendo de la nada hacia la vida, sin saber muy bien por qué?

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