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Cristina Losada

A ver quién es más feminista, hombre

El PP era un partido que no necesitaba hacer proclamaciones de fe feminista cada cuarto de hora.

El líder del Partido Popular, Alberto Núñez-Feijóo. | EFE

El último duelo verbal entre Sánchez y Feijóo en el Congreso es sintomático. La batalla por el voto de las mujeres está llevando a la política a una competición para demostrar quién es más y quién es menos feminista que el rival. Los términos de la pelea tienen una característica común y lamentable. El feminismo por el que se disputa no es el de la igualdad, que quedó fuera de juego con la ley contra la violencia de género y fue definitivamente expulsado por el delirio queer posterior. Por lo que se enfrentan ahora, con la bandera feminista por delante, es por los títulos de mayor protector y más firme defensor de las mujeres y, en definitiva, por ser el partido y el político más paternalistas con aquellas a las que así relegan a criaturas que necesitan de una especial protección, como menores que aún no pueden valerse por sí mismos.

Los "gobiernos más feministas de la historia" han logrado a pulso el retroceso de que la mujer vuelva a tener el estatus de "sexo débil". Lo han hecho mediante el rechazo tácito o explícito de la idea de igualdad original, que potenciaba la autonomía y la independencia de las mujeres e impugnaba la tutela y la sobreprotección. La desviación, hay que reconocerlo, ha tenido éxito. Pero lo ha tenido por razones muy distintas de las que suele pensarse. Cuando el feminismo oficial habla de la "cuarta ola", esa a la que España se habría incorporado - aquel masivo 8M de 2018 convocado por las estrellas de los matinales de televisión - , lo hacen como si fuera el resultado del proceso de modernización española, al fin en línea con los países "más avanzados", gracias a que las feministas del país se pusieron a leer a Judith Butler o a Andrea Dworkin. Pero el extraño éxito del feminismo en España en esos años, extraño porque el feminismo siempre había sido de minorías, se explica por lo contrario. Son la tradición española, los valores tradicionales y la moral tradicional los elementos de fondo que nutrieron el apoyo social a un feminismo que no reclama autonomía, sino protección. Y la misma corriente subterránea explica que, desinflado y dividido aquel ímpetu, sigan teniendo acogida los paternalistas mensajes protectores.

En nombre de la protección se justificó la ruptura de la igualdad en la ley contra la violencia de género. Por lo mismo se justificó una ley del solo sí es sí, que causaría la mayor desprotección, como era previsible. Desviarse de la igualdad (igualdad sin adjetivos) produce monstruos. Las dos leyes icónicas del feminismo oficial son dos grandes fracasos, de los que no se aprende. El marco discursivo que es el caldo de cultivo de esas leyes ha triunfado. Da votos y cuando algo da votos, no se rectifica. Peor aún. Partidos que estaban fuera, han entrado. El PP era un partido que no necesitaba hacer proclamaciones de fe feminista cada cuarto de hora. Sin hacerlas, sin declararse feminista, mostraba un compromiso con la igualdad. Sus dirigentes mujeres eran políticas capaces que representaban el camino de la autonomía y la independencia. Ahora, en cambio, pugna por ser más "feminista" que el PSOE. Pelea por la etiqueta. Compite en las ofertas de protección y en la adulación de la mujer. Este oportunismo podrá ser, como todos, rentable. Será difícil, porque el PSOE ha dominado siempre en el voto femenino: sólo en el 2000 y en 2011 le aventajó el PP. Pero es la ruta equivocada. No es la ruta de la igualdad. Ganar una batalla y perder la guerra.

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