Las palabras no se regalan: batalla cultural sl sanchismo
Ya no se discuten ideas: se etiqueta al discrepante. "ultraderecha", "fascista", "fachosfera"…
Una democracia se degrada mucho antes de que se rompan sus instituciones: se corrompe cuando se pervierte el lenguaje. Hannah Arendt alertó que trivializar palabras como "mal" o "totalitarismo" acababa por vaciar su capacidad de alarma moral (la banalización del mal). Algo parecido ocurre hoy en España: la estrategia política del sanchismo ha consistido en transformar términos con un significado histórico preciso —progresismo y ultraderecha— en armas propagandísticas. Con ellas divide a la sociedad en dos bandos morales: los "salvadores del progreso" y los "enemigos de la democracia".
Ya no se discuten ideas: se etiqueta al discrepante. "ultraderecha", "fascista", "fachosfera"… Se anula el pensamiento mediante el insulto que pretende ser diagnóstico. Así, la crítica legítima, desde el liberalismo, desde la socialdemocracia, desde la derecha a secas, queda arrojada a un mismo saco por aquellos movimientos que realmente sí pusieron en peligro la democracia en Europa.
Un ejemplo ilustrativo es el texto reciente del médico y escritor malagueño Juan Manuel Jiménez Muñoz, que, harto de que el gobierno trate a todo quien no comparte sus ideas como ultraderecha, responde con una pieza cargada de indignación titulada UNA DERROTA EXTREMA Y DURA. En ella, con ironía punzante, e indignación asume el insulto de fascista como forma de oponerse a la perversión del Gobierno de Pedro Sánchez. Su indignación parte de un hartazgo real de miles de ciudadanos que se sienten injustamente satanizados por el mero hecho de disentir del poder.
Ese malestar social existe y merece atención. Pero es precisamente ahí donde surge el peligro político y conceptual que debemos evitar: aceptar como propia la etiqueta que el poder utiliza para destruir al adversario.
Si un Gobierno decide llamar "ultraderechista" a cualquiera que le lleve la contraria, y parte de esa ciudadanía responde diciendo: "pues sí, aquí tienes un fascista", el lenguaje queda completamente en manos de quien primero lo retorció. Se cierra así el círculo de la manipulación: el término deja de tener relación con lo que describe y pasa a expresar únicamente la posición respecto del Gobierno. Se institucionaliza la falacia moral: si no estás con nosotros, eres fascista. Y además arrastra con ese término el de ultraderecha, que históricamente no es exactamente lo mismo.
Esa trampa tiene consecuencias serias:
-Se banaliza el fascismo real.
-Ya no se distingue entre quien pretende suprimir libertades y quien las defiende desde otra posición ideológica.
-Se reeditan las dos Españas. La Transición del 78 logró construir "un nosotros" democrático común. La propaganda polarizadora lo está dinamitando desde dentro.
-Se destruye el pluralismo.
-Si solo existe "el bien progresista" frente al enemigo ultraderechista, ya no hay espacio para la disensión honesta ni para el pensamiento crítico.
Esta batalla cultural no es nueva en la historia. Los regímenes populistas - sean de signo nacionalista, comunista o integrista - siempre han buscado apropiarse del significado de "pueblo", "democracia" o "progreso" para presentarse como únicos depositarios de la virtud. El sanchismo no ha inventado el método: lo ha adaptado al presente mediante la demonización sistemática del adversario y el control del relato.
Pero sería un error gigantesco que quienes rechazan esa manipulación respondan cediendo terreno lingüístico. Si quienes defienden la libertad, el rigor institucional, la separación de poderes y la igualdad ante la ley aceptan que se les llame "fascistas", están renunciando a la verdad de las palabras y validando el marco mental de sus acusadores.
El progresismo auténtico no pertenece a ningún líder, partido o eslogan. Sus raíces son ilustradas: libertad de pensamiento, educación universal, ciencia, justicia social, pluralismo y defensa de los derechos fundamentales. Defender esos valores hoy -frente a leyes ad hoc, pactos opacos, ataques a la independencia judicial o políticas identitarias excluyentes- no convierte a nadie en "ultraderechista"; más bien debería recordarnos quién está traicionando el espíritu del progreso.
Por eso la pieza de Jiménez Muñoz es valiosa como diagnóstico del hartazgo social, pero peligrosa como aceptación de una etiqueta tóxica. Su indignación es comprensible; su conclusión, no compartible. La protesta no debe asumir el lenguaje del opresor: las palabras hay que rescatarlas, no entregarlas.
La verdadera batalla cultural del momento no es elegir entre el relato oficial del Gobierno o el rechazo irónico al mismo; es recuperar el sentido de los conceptos para que vuelvan a nombrar la realidad y no una consigna. De lo contrario, estaremos jugando siempre en campo contrario: el de quienes usan la propaganda para dividir, señalar y asfixiar el debate democrático.
La ciudadanía crítica debe defender su propia identidad política. No es ultraderecha quien reclama pluralismo. No es fascismo cuestionar al poder. No es reaccionario quien exige verdad, justicia y respeto a la Constitución. No es franquista quien defiende España, sino la garantía de igualdad de todos los ciudadanos ante la Ley. Hasta el Rey debió recordar lo obvio ayer en su discurso de Navidad: "España es, ante todo, un proyecto compartido, un modo de reunir intereses en torno al bien común".
La democracia española merece que la palabra progreso vuelva a significar avance y libertad, y no obediencia partidista. La historia ya nos enseñó lo que ocurre cuando se deja que el poder determine el significado de las palabras: primero se pierde el vocabulario, luego se pierde la libertad.
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