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Javier Somalo

¿Cuántos partidos hacen falta?

Si la izquierda entera empieza a dividirse, ¿por qué no intenta la derecha obtener una ventaja teniendo intacta e impaciente a su base social?

Isabel Díaz Ayuso y Alberto Núñez Feijóo en la cena de Navidad del PP de Madrid | Europa Press

No hay que ser un lince del análisis político para advertir que España está bloqueada desde que Pedro Sánchez llegó a la presidencia del Gobierno. Nunca ganó unas elecciones y no ha hecho otra cosa que perder votantes, pero es único diseñando alianzas imposibles y engañando a propios y extraños.

El problema es que todos los políticos aspiran a ser presidente del Gobierno. No es que la ambición sea mala sino que, en muchas ocasiones, es incompatible con la realidad y, sin embargo, se persigue hasta alcanzar, como diría el mejor marxista que haya existido, las más altas cotas de la miseria. No económica, claro. Cada fracaso personal conlleva un desastre colectivo porque la política es, o debería ser, un servicio público, una vocación. Nada más lejos…

Nacen, crecen, se aprovechan de nosotros y terminan en alguna gran empresa participada o en un refugio europeo alicatado con dietas. Fracasan, sí, pero casi nunca lo sufren en sus vidas personales. De hecho, sucede lo contrario: salvo contadas y honradas excepciones, desde que pisan la arena pública cambian de estrato social y se garantizan el retiro en la casta. Es la base social la que sufre de veras los devaneos, cobardías y errores de los partidos que dicen representarla.

La tortuosa derecha

La descomposición de la derecha en España está perfectamente reflejada en El retorno de la Derecha de Federico Jiménez Losantos (Espasa, 2023). Los vacíos se fueron cubriendo sin mirar a la cara a los votantes, creando partidos políticos y tendencias que desvanecían el proyecto demandado por la paciente base social. La aglutinación de liberales, conservadores, democristianos y algún socialdemócrata procedentes de la "sopa de letras" de la Transición, recaló en el Partido Popular, en enero de 1989, primer intento serio de responder a la realidad con una decisión firme.

Desde el Partido Popular de 1976, el de José María de Areilza y Pío Cabanillas Gallas, hasta el de José María Aznar, la derecha mantenía cada registro por libre. Adolfo Suárez necesitó un partido para ser el primer presidente de la democracia y se creó la UCD, con muchas de esas tendencias dentro, incluida la socialdemócrata de Francisco Fernández Ordóñez.

Frente a ese "centro" que procedía del franquismo y tenía nombres que acabarían en el socialismo ya existía la derecha de Alianza Popular (1976), con Manuel Fraga Iribarne y otras seis siglas. Era el partido de "los siete magníficos", parte de la historia que se puede encontrar en muchos libros: Cruz Martínez Esteruelas (Unión del Pueblo Español), Federico Silva Muñoz (Acción Democrática Española), Laureano López Rodó (Acción Regional), Enrique Thomas de Carranza (ANEPA, USP), Licinio de la Fuente (Democracia Social) y Gonzalo Fernández de la Mora (Unión Nacional Española) junto al fundador Manuel Fraga que entonces estaba en Reforma Democrática. No perdamos la perspectiva… Franco todavía no estaba en los huesos, aunque sí enterrado.

Tal "alianza" se convirtió un lustro después en "coalición" al asumir también otras corrientes del centro derecha. Fue la fusión entre AP, el Partido Demócrata Popular y la Unión Liberal, firmada en 1982 contra lo que se convertiría en el muro electoral del PSOE de Felipe González. Junto a Manuel Fraga, arrimaron el hombro Óscar Alzaga (PDP), procedente de la UCD y Antonio Garrigues (PDL/UL). La coalición incluía a UV (Unión Valenciana), UPN (Unión del Pueblo Navarro), PAR (Partido Aragonés Regionalista) y CdG (Centristas de Galicia). No fraguó aquella argamasa y la estructura de la derecha volvió a caer pese a la enorme cantidad de votantes que podría sumar.

Fraga rompió con Alzaga, que en su día rompió con Suárez. Suárez y Fraga nunca caminaron juntos y nadie se preguntó si era eso lo que demandaba la base social del centro-derecha español. El caso es que Felipe González se llevó 202 escaños y 13 años largos de poder.

El paso siguiente, en lo organizativo, ya fue la refundación del PP que llevó al joven José María Aznar a la presidencia del partido de la derecha, el único que quedaba en el espectro tras las sucesivas agonías del "centro" oficial, la UCD y el CDS. El "momento Aznar" es quizá el único éxito organizativo y electoral del centro-derecha, pero murió esclerotizado por un liderazgo sin proyecto de continuidad.

En paralelo a la mala sucesión de Aznar en la figura de Mariano Rajoy, el PP ya dejaba descubiertas muchas vergüenzas con el nacionalismo que le permitía gobernar cuando no salían las sumas. CiU y PNV, liberales en lo económico y católicos en lo social, se entendían como un complemento que no hacía peligrar la unidad de la base electoral. Pero el nacionalismo siempre se cobra su apoyo y hoy es ya el principal problema de una España que desaparece de todas partes.

Ciudadanos salió a escena cuando al PP se le había ido del todo el asunto de las manos. Luego derivaría a un centro izquierda, más fruto de los programas de marketing político que de la realidad, pero el votante descontento del PP en Cataluña se pasó al partido de Albert Rivera, un político que llegó a ver el tejado de La Moncloa de cerca y que de pronto se cansó y se fue con una cantante. Ciudadanos llegó a tener 57 escaños en el Congreso de los Diputados. Hoy no existe. La base social, una vez más, está intacta a la espera de que su voto sirva para demostrarlo.

Algo parecido sucedió con Vox, un partido surgido de un movimiento social que denunciaba las carencias del PP, sobre todo, en la cesión a los nacionalistas catalanes y vascos y a los complejos fruto de las trampas de la memoria histórica. El discurso identitario llegó algo después y se fue acompañando de una pérdida de su original carácter liberal que hoy ha derivado en purga.

El partido de Santiago Abascal ha cubierto muchos fracasos del PP dormido de Mariano Rajoy que legó la irresponsable siesta a uno de los mayores desengaños del centro derecha, Pablo Casado. El bochornoso discurso contra Abascal durante la moción de censura de octubre de 2020 supuso algo que se suele pasar por alto: el mayor desengaño para una base social que hoy sufre a Pedro Sánchez y pudo echarlo antes de que asaltara las instituciones en el cambio de régimen trufado de corrupción que hoy padecemos. Y es a partir de ese momento cuando Vox empieza a virar hacia un proteccionismo que lo aleja del PP y que se había superado, como hemos visto, en los 80. Aunque hay mucho de ciega venganza, la culpa original de la fractura es compartida. Después Vox ha entrado en derivas autoritarias incompatibles con sus principios fundacionales. La base social, desorientada, sigue ahí.

Ha habido más aventuras y siglas, nada parecidas entre sí, como la UPyD de Rosa Díez, bastión antinacionalista valiente y dolor de cabeza para la izquierda (y para Rajoy) desde el centro-izquierda liberal y español, o el Partido Reformista Democrático (PRD) de Miquel Roca (1983) en el que estaban desde Antonio Garrigues Walker y Florentino Pérez hasta María Dolores de Cospedal. No, por partidos no ha sido.

Hoy Alberto Núñez Feijóo trata de remediar el roto histórico entre su partido y esa paciente base pero, de momento, acierta un día y yerra otro, a veces dos. El PP tiene en este momento tres pistas, sin ser todavía un circo: la del presidente, la de los barones y la de los principios irrenunciables.

En la primera hay muchas luces que determinados asesores apagan antes de tiempo desde despachos que deberían desaparecer. Feijóo llegó al PP en pleno hundimiento y debería identificar ya los errores garrafales que debilitan su mensaje por miedo a Vox o a los complejos. Pero ahí siguen y viven en Génova 13.

En la segunda, ahora en frenético proceso electoral (Extremadura, Aragón, Castilla y León y Andalucía), los personalismos y esa tentación de imaginarse acariciando a un labrador canela en la escalinata de La Moncloa no son los mejores mensajes para el votante ni lo que pide la urgencia del momento. Bastaría con que se concentraran en conquistar mayorías donde deben hacerlo sin necesidad de aportar matices o sensibilidades al discurso nacional con efectos secundarios no deseados.

Y en la tercera pista, la de los principios, la que más aplaude los éxitos y, sobre todo, los esfuerzos, está todo aquel que más se acerque a la realidad desacomplejada. Suele frecuentarla Isabel Díaz Ayuso pero no es de su propiedad, cualquiera puede entrar y hasta quedarse. De hecho, en ocasiones sucede. No es tan complicado. Es la pista que menos gusta a Vox y más atrae al votante del centro-derecha, el que lleva tantos años abandonado.

Aprovechar el momento

Pero si el centro-derecha no mira a su base, tampoco anda mal la cosa al otro lado. La izquierda española está cada día más fragmentada gracias a la caída del imperio sanchista. Al PSOE le salió Podemos para llevarlo por sendas que ya no podía transitar el comunismo de Izquierda Unida, el partido más castigado por la sobrerrepresentación nacionalista. Vagos de siete suelas, los de las tiendas de campaña y los cartones no asaltaron el cielo pero sí los sueldos públicos y las prebendas cruzadas que permiten pasar de Vallecas a Galapagar sin despeinarse.

Podemos radicalizó la política y el PP no estuvo a la altura por ese infundado complejo que le bloquea los músculos. Lo aprovechó Vox y con razón. Pero Pedro Sánchez, traidor oportuno e incansable trabajador por el Mal, supo cabalgar todas las contradicciones posibles, las de Pablo Iglesias y las suyas propias, para mantenerse en el poder y minar la inacción del PP azuzando a Vox en cada esquina.

Y de Podemos, a Sumar y de Yolanda Díaz, a la incógnita absoluta. Y del PSOE de Pedro Sánchez al revisionismo cobarde. ¿Jordi Sevilla? ¿Emiliano García Page? ¿Juan Lobato? El PSOE se ha quedado encerrado dentro de una sauna con farolillo rojo y tratando de esconder un rastro de dinero sucio que surca medio mundo. Antes de refundarse, el PSOE tiene que morir. Va a morir.

Si la izquierda entera empieza a dividirse, a señalarse los defectos y, en definitiva, a desenfundar navajas para sobrevivir al desastre nacional del sanchismo, ¿por qué no intenta la derecha obtener una ventaja teniendo intacta e impaciente a su base social? Ningún votante de centro-derecha va a votar por una opción de izquierdas, pero sí ha sucedido lo contrario como se ha demostrado en Extremadura.

No faltan partidos, sino liderazgos a la altura para unir voluntades. Y eso es, precisamente, lo que ahora hace falta. Con muchos errores que hoy seguimos pagando, algo se conquistó en el pasado, recién superado el franquismo. A veces el que lo consigue no es el que se lleva las mieles del éxito ni el que acaricia al perro en La Moncloa. No hacen falta más partidos, sólo voluntad verdadera.

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