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Amando de Miguel

El repudio del tránsfuga

En ciertos casos, el individuo que cambia de divisa política lo hace con el torcido interés de aprovecharse de la situación por un desmedido afán de medro personal.

En ciertos casos, el individuo que cambia de divisa política lo hace con el torcido interés de aprovecharse de la situación por un desmedido afán de medro personal.
Ángel Garrido, candidato de Ciudadanos en las autonómicas madrileñas | EFE

En una democracia cristalizada, nada más sencillo que una persona cambie de un partido a otro según sea la evolución de sus preferencias. Se sabe que la circunstancia más propicia para votar a uno u otro partido político es la actitud política de las personas que uno más aprecia o con las que usualmente se relaciona. Por tanto, en una sociedad compleja y móvil es lógico que la composición de ese círculo de los próximos experimente algunas variaciones a lo largo del tiempo. El sujeto mismo, conforme va acumulando nuevas experiencias, va adoptando otras formas de considerar la cosa política.

Lo anterior bien puede aplicar a la sociedad española. No somos una democracia avanzada con un gran espesor histórico. Sin embargo, tampoco se puede decir que pertenezcamos al bloque de los países atrasados, los que piadosamente se consideran en vías de modernización. Pero la realidad es que en España se considera muy mal a la persona que vota a distintos partidos a lo largo del tiempo. Se la moteja de tránsfuga, chaquetera e incluso traidora, sobre todo si ocupa un papel de cierta relevancia en su primera adscripción a un partido o a una ideología.

La explicación de tamaña inconsecuencia está en una especie de inconsciente colectivo que condiciona la manera de pensar de los españoles de muchas generaciones. Es un fundamento religioso de fuerte raigambre histórica, que pesa con cierta prescindencia de si el sujeto es ahora creyente, indiferente o ateo. Tan fuerte es esa raíz religiosa que hasta no hace mucho a los seguidores del mismo partido de uno eran considerados correligionarios.

En la religión tradicional de los españoles, naturalmente la católica, el que abjuraba de su fe o se pasaba a otra era tachado de renegado o apóstata, algo repudiable. La opinión que se tenía de muchos conversos del judaísmo era de menosprecio, al suponer que lo hacían por motivos inconfesables. Se les ponía el sambenito de marranos (por mimetismo con unas preces hebreas). Con el tiempo se llamó así a los cerdos, los animales malditos de los judíos.

Así llegamos a nuestro tiempo secularizado, en el que se considera con animadversión a una persona que cambia de modo de pensar en los asuntos políticos. Nada menos que se arriesga a que los demás lo consideren tránsfuga o chaquetero. Por lo visto hay que vestir siempre la misma casaca ideológica. Se mira con suspicacia al que se cambia de partido político o de club futbolístico. También el fútbol aparece como una especie de religión sustitutiva.

A lo largo de la última generación, el diseño de la llamada transición democrática como un sistema de dos partidos nacionales se ha ido complicando bastante. Ahora se visualizan cinco partidos nacionales, aunque uno de ellos, Vox, no haya sido invitado a participar en los debates electorales. Con ese esquema múltiple, más la proliferación de alianzas y plataformas de carácter nacionalista (realmente separatista), lo más corriente será esperar que algunas personas se cambien de partido. Simplemente, cada vez hay más opciones políticas reconocidas. En consecuencia, es posible que los vituperados tránsfugas dejen de serlo con ese carácter oprobioso que han tenido hasta ahora. No obstante, va a costar la adaptación a las nuevas realidades. Nuestra democracia se encuentra todavía en status nascens y se espera que la adscripción a una ideología lo sea para toda la vida, algo que estadísticamente resulta improbable.

Otra cosa es que en ciertos casos el individuo que cambia de divisa política lo haga con el torcido interés de aprovecharse de la situación por un desmedido afán de medro personal. Es decir, entraríamos en la traición o felonía, en buena lógica vituperable para la sana conciencia del común.

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