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Cristina Losada

Castas e impúdicas

Están clavando el ataúd de la liberación o revolución sexual que ellas mismas, parece, celebran.

Están clavando el ataúd de la liberación o revolución sexual que ellas mismas, parece, celebran.
Irene Montero junto a Victoria Rosell, Lilith Verstrynge e Isa Serra entre otras. | EFE

Releídas este verano dos o tres novelas de Somerset Maugham, caí en la cuenta de la peculiaridad de sus personajes femeninos. Contra lo que tiende a prescribir la convención, más en la época del autor, las mujeres de esas novelas son lo más parecido a unas depredadoras sexuales. Van a lo que van, sin emotividad ninguna. No he encontrado análisis sobre esta señalada característica. Será que Maugham es un escritor olvidado. Injustamente. Será que tratándose de un autor homosexual, no hay caso. No tendría sentido acusarle de ser uno de esos hombres que no aman a las mujeres. Pero quiero traer aquí una escena de El filo de la navaja:

Larry llevaba un brazo descansando a todo lo largo del respaldo del asiento delantero. El puño de la camisa, desplazado hacia arriba por la postura, dejaba ver la muñeca, delgada pero vigorosa, y parte del antebrazo, tostado por el sol y tenuemente cubierto de vellos finísimos, dorados por el sol, que brillaba sobre ellos. La inmovilidad de Isabel me llamó la atención y volví hacia ella la mirada. Era tal su estatismo, que pudiera habérsela creído hipnotizada. Respiraba agitadamente. Tenía la vista clavada en el musculoso antebrazo y en sus dorados y finos vellos, y en la mano, larga y delicada, pero poderosa, y jamás he visto en humano semblante la hambrienta concupiscencia que vi expresado por el suyo. Era una máscara de lujuria. Nunca pudiera imaginar que sus bellísimas facciones fueran capaces de asumir una expresión de tan desenfrenada sensualidad. Era más bestial que humana. Vi su rostro desposeído de belleza; aquella expresión lo tornaba odioso y amedrentador. Hacía pensar inevitablemente en una hembra encelada, y sentí asco.

El protocolo del Ministerio de Igualdad para perseguir las miradas impúdicas en los centros de trabajo me recordó de inmediato esta descripción de Maugham. Ahí la tenemos, impúdica a más no poder, cuando no lasciva, sin ningún tipo de recato, decencia ni decoro. Una máscara de lujuria. En el rostro de una mujer. Maldito detalle. Maugham no nos sirve. En el dogma del llamado feminismo sólo existen las miradas impúdicas de los hombres a las mujeres. Las mujeres, en ese dogma, no miran con deseos impuros a los hombres. Es increíblemente soso el llamado feminismo, por lo menos de cara a la galería. De puertas afuera lo que postula es que el hombre "va a lo que va", como solía decirse, y la mujer tiene que preservar su honra o como se dijera.

Estas intervenciones políticas del llamado feminismo se diseñan para unas mujeres castas e indefensas que protegen su virtud frente a la insaciable agresividad sexual de los hombres. Cada una de las intervenciones consolida un reparto de roles en el que la mujer no tiene impulso sexual y es la pasividad en persona. El hombre, siempre el cazador; la mujer, invariablemente la presa. De esta manera tonta están clavando el ataúd de la liberación o revolución sexual que ellas mismas, parece, celebran. A este paso victoriano, quizá el próximo protocolo obligue al hombre que haya logrado su objetivo –"sólo buscan eso"– a contraer matrimonio con la doncella seducida. Mientras tanto, lean a Maugham para saber cómo es una mirada impúdica.

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