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Cristina Losada

"Chicken Kiev" y las falacias de Putin

La URSS no fue víctima más que de sí misma. Su pervivencia resultó incompatible con la introducción de mínimas dosis de democracia.

La URSS no fue víctima más que de sí misma. Su pervivencia resultó incompatible con la introducción de mínimas dosis de democracia.
Vladimir Putin, durante su discurso por el Día de la Victoria. | EFE

La visita sorpresa que acaba de hacer Blinken a Kiev es ocasión, quizá inmejorable, para entrar en una de las notorias falsedades históricas fabricadas por el régimen de Putin. Hay que retrotraerse unos treinta años hasta aquellos meses turbulentos en los que se decidió el destino de la Unión Soviética y del propio Mijail Gorbachov, y situarse en el primer día de agosto de 1991, fecha en la que el presidente de Estados Unidos, George H.W. Bush, hizo una visita a la capital ucraniana después de haber celebrado una cumbre con Gorby en Moscú. Ni el líder soviético ni el presidente americano imaginaban entonces que aquella estructura imperial que era la Unión Soviética se iba a fragmentar y disolver al cabo de unos cinco meses.

El relato que ha compuesto Putin de aquel proceso es simplista, falaz y, cómo no, victimista. Su núcleo es que el fin de la URSS fue una "tragedia" causada por un dirigente débil, Gorbachov, que se plegó de forma humillante a las exigencias de Occidente, léase los Estados Unidos. Con la vaguedad propia de este tipo de fábulas, se procede, no obstante, a designar a unos culpables. El colapso de la Unión se atribuye a la política de Washington, y a su presunto títere Gorbachov. Y se señala a Ucrania, cuya decisión de independizarse tiene que ponerse en relación con la otra decisión clave del momento, la de Rusia. Recién proclamada como república soviética —no lo había sido hasta entonces, porque dominaba el centro—, y ya dirigida por Yelstin, Rusia no quería asumir sola los costes de mantener el imperio.

Hay muchas pruebas documentales de que la política de Washington entonces no pasaba por fomentar la fragmentación y disolución de la Unión Soviética. Los Estados Unidos querían, obviamente, una estructura soviética debilitada, pero no deseaban que estallara en mil pedazos. Temían por el control de los arsenales nucleares, y temían un caos del estilo de Yugoslavia, con guerra civil incluida. En el verano de 1991 ni Gorby ni Bush padre estaban por acabar con la Unión. Y cuando Bush fue a Kiev aquel primero de agosto, lo dejó meridianamente claro en el discurso que pronunció ante el órgano equivalente al parlamento de Ucrania con una gran estatua de Lenin a su espalda.

Allí mostró su apoyo a Gorbachov y a sus reformas y dijo: "Libertad no es lo mismo que independencia. Los americanos no apoyarán a los que buscan la independencia para sustituir una tiranía lejana por un despotismo local. No apoyarán a los que promueven un nacionalismo suicida basado en el odio étnico". Una referencia, esto último, al conflicto yugoslavo.

Aquel discurso y aquella posición le costaron a Bush grandes críticas. No sólo del movimiento pro independencia en Ucrania. También en EEUU se le fustigó por lo que un célebre comentarista, William Safire, llamaría "el discurso Chicken Kiev", fórmula burlona que terminó por opacar la sensatez, allí y entonces, de la decisión de no provocar un estallido que podía traer males mayores. La disolución soviética no fue obra de Occidente. Tampoco de Gorbachov. Ni siquiera de Yeltsin. Todos hicieron movimientos que, sin tener como objetivo la ruptura, contribuyeron a ella. Pero la URSS no fue víctima más que de sí misma. Su pervivencia resultó incompatible con la introducción de mínimas dosis de democracia. Putin puede inventarse los malos que quiera para justificar su campaña de agresión y anexión, pero sabe perfectamente cuál fue el principal problema: la democracia. Por eso, en Rusia, ha acabado con ella.

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