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Daniel Rodríguez Herrera

Facebook, Twitter, Google y Apple no nos quieren

Ahora que han decidido cerrar la puerta a quienes consideren odiosos, como ha sucedido en la universidad, ese concepto irá ampliándose hasta alcanzar a la derecha convencional.

Ahora que han decidido cerrar la puerta a quienes consideren odiosos, como ha sucedido en la universidad, ese concepto irá ampliándose hasta alcanzar a la derecha convencional.
Facebook, Apple, YouTube y Spotify contra Alex Jones | Pixabay/CC/LoboStudioHamburg

La noticia de esta semana en el mundo internetero ha sido la acción concertada de varios de los grandes de internet –en concreto Facebook, Apple, YouTube y Spotify– para expulsar a Alex Jones y su polémico Infowars de sus plataformas. Todos ellos han asegurado hacerlo porque incumplía las condiciones de uso, pero resulta bastante poco creíble que hayan llegado a esa conclusión simultáneamente y sin que haya existido un vídeo o podcast concreto especialmente escandaloso al que culpar. No parece la mejor manera de desacreditar a un conocido conspiranoico que alimentar de esa manera la convicción de que existe una conspiración contra él. Que Twitter haya sido la única gran plataforma en mantenerlo casi parece hecho a propósito para tener una excusa

La explicación parece en realidad mucho mas sencilla. Alex Jones da bastante asco. Vive (muy bien) de explotar la paranoia y el miedo de sus oyentes sin el más mínimo escrúpulo. Especialmente repugnante fue su teoría de que en realidad nadie murió en la masacre de Sandy Hook de 2012, que las supuestas víctimas eran niños actores y que se podía ver en la cara de sus falsos padres en los funerales que en realidad estaban fingiendo. Yo no querría construir una plataforma en internet para tener luego que alojar a tipos así. La expulsión de este señor lleva tiempo rumiándose en los mentideros de Silicon Valley. Así que en cuanto YouTube decidió dar el paso, todos los demás aprovecharon. No creo que haya más.

El problema es que esto no va a parar aquí. La excusa que se han buscado es que propaga un "discurso de odio". El problema es que dicha caracterización no existe en la legislación estadounidense y lleva empleándose desde hace mucho, mucho tiempo para justificar un montón de ataques a la libertad de expresión, siempre desde el mismo lado político. Las turbas universitarias lo emplean para impedir por la fuerza que cualquiera de derechas pueda hablar en el campus. El Southern Poverty Law Center (SPLC), que nació como una organización encomiable cuya labor fue clave para reducir al KKK a cenizas, lleva años abusando de esa reputación para etiquetar como grupos y personas que promueven el odio a cualquiera que discrepe con cierto éxito del discurso izquierdista dominante, hasta el punto de haber incluido en esa lista a Ayaan Hirsi Ali o Maajid Nawaz, que ha logrado sacarles más de 3 millones de dólares por difamarle. ¿Y saben en quién confían las grandes tecnológicas para obtener la definición de qué es un discurso de odio y saber quiénes lo practican? Pues sí, del SPLC.

Así que, aunque sea casi imposible encontrar a nadie en la derecha norteamericana que vaya a echar de menos a Alex Jones, esta decisión de parte de las grandes plataformas sí ha creado una gran preocupación. Una cosa es que los grandes de internet tengan todo el derecho del mundo a negar sus servicios a quien quieran, y otra muy distinta que no se les pueda criticar por cómo lo hacen. Y desde hace tiempo ha quedado claro que no están por la labor de ser transparentes en su toma de decisiones y que actúan con sesgo político evidente. Unas empresas en las que la práctica totalidad de sus directivos y empleados donan al Partido Demócrata y que tienen su sede en una de las regiones políticamente más a la izquierda del país, pueden intentar hacernos creer que son neutrales políticamente, pero hace falta ser muy tonto para creérselo.

A esto se añade otro problema que llevamos décadas arrastrando: la enorme diferencia con que se trata a los extremismos de derechas y de izquierdas. Mientras los primeros son universalmente denigrados, los segundos están normalizados. Alex Jones es lo peor: te lo dirán desde el New York Times hasta el National Review. Pero Ash Sarkar puede decir que es "literalmente comunista" en televisión y se convierte en una heroína de la izquierda británica. De modo que ahora que Silicon Valley ha decidido que puede cerrar la puerta a quien considere "odioso" no por nada específico sino por sus opiniones en general, pocas dudas caben de que, como ha sucedido en la universidad, ese concepto irá poco a poco ampliándose hasta alcanzar a buena parte de la derecha convencional, mientras los extremistas de izquierda seguirán disfrutando de plena libertad en YouTube o Twitter para acosar y difundir sus propios mensajes de odio. Como sucede en los campus.

El problema es que, aunque sean empresas privadas, compañías como Google o Facebook han logrado que buena parte del tráfico de internet pase a través de sus servicios o, incluso, sea alojado por ellos. De modo que tras una primera década del siglo XXI con una enorme diversidad de plataformas donde primaba la libertad de expresión hemos pasado a una segunda década donde ser expulsado de YouTube o Twitter te condena a una suerte de tinieblas exteriores donde todo es frío y sólo tú puedes escuchar el eco de tu voz. Es curioso que, en general, los defensores del concepto de "neutralidad de red" han sido quienes más han aplaudido la expulsión de Alex Jones. Porque bajo su teoría de que "todos los bits tienen que ser iguales" y que los mediadores –en su caso las operadoras– no deben tener derecho a priorizar o penalizar el tráfico en la red, ¿no debería también intervenirse estas plataformas, cuyas decisiones sin duda priorizan o penalizan enormemente el que una u otra opinión sea accesible por la mayoría de los usuarios?

Algunos, al menos, somos coherentes y no queremos ni neutralidad de la red ni intervención de los grandes de internet. Pero quizá estas empresas deberían recordar que no todo el mundo es igual de coherente y que hay quien tiene capacidad para iniciar complejos procesos antimonopolio, pocos escrúpulos e incentivos para atacar a unas compañías a las que cada vez más se percibe como enemigos políticos. Tal vez la solución sería que se limitaran a actuar contra quienes consideren que están violando la ley, que en EEUU se limitaría a delitos de difamación y calumnias, en lugar de agarrarse a conceptos arbitrarios y desequilibrados políticamente. Pero no tengo muchas esperanzas.

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