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EDITORIAL

La proscripción del español y los victimarios que se las dan de víctimas

Los acosadores, los fanáticos que persiguen con saña el idioma común de todos catalanes, sin vergüenza y jaleados por los medios de vanguardia se presentan como víctimas.

La política lingüística de la Generalidad de Cataluña es un compendio de normas abusivas y totalitarias tendentes a la erradicación del idioma español tanto en los ámbitos públicos como en los privados. Bajo la excusa de la protección de la lengua catalana, la Administración autonómica lleva más de tres décadas aplicando un programa de normalización lingüística que ha desterrado el español de la cultura oficial, la enseñanza pública y el funcionariado regional, así como de los medios de comunicación dependientes de la Generalidad, los ayuntamientos y las diputaciones. 

La imposición de la lengua propia catalana es un dogma sagrado del nacionalismo cuyo santo y seña nuclear es la inmersión lingüística en las escuelas y el adoctrinamiento en principios tales como que Cataluña no es España, que España roba a Cataluña y que el idioma catalán está en peligro por culpa de la lengua española. El mecanismo es simple pero eficaz y ha calado en un porcentaje nada desdeñable de los ciudadanos censados en Cataluña.

De ahí la presunción de veracidad que acompaña a cualquier denuncia contra camareros, dependientes, socorristas o personal de cara al público que no entiende el catalán o supuestamente no quiere atender en catalán. Grave injuria, tremenda ofensa y evidencia palmaria de los agravios y maltratos contra los catalanoparlantes. Las redes sociales se llenan de insultos contra los que no hablan catalán, de testimonios escalofriantes de discriminaciones y desprecios lingüísticos, de palabras de solidaridad para las víctimas y de apelaciones a la acción directa contra los que no dominen a la perfección la lengua de Pompeu Fabra.

Es el mismo trato que reciben los padres (y sus hijos) que reclaman una enseñanza bilingüe a la que tienen derecho por la Constitución. Se les señala, se les acusa y se les acosa. El Parlamento Europeo fue el marco hace pocas semanas del testimonio de tres padres que han tenido que cambiar a sus hijos de escuela, cerrar sus negocios, sufrir la presión de los demócratas catalanistas por la sencilla razón de que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) les dio la razón e instó a los centros escolares a impartir una hora más a la semana en castellano. Sólo una hora, lo que haría un total de tres respecto a treinta.

Tras las sentencias, se organizaron manifestaciones de padres, sentadas de profesores, etiquetas de Twitter y pegadas de carteles contra quienes pedían justicia. En la vida real y en las redes virtuales sufrieron escarnio, padecieron maledicencias y fueron ridiculizados, marcados, señalados y linchados. Ahora, la moda consiste en denunciar al servicio que no entiende el catalán, muy en la línea de las preocupaciones de esa clase nacionalista que sólo habla español con los subalternos y teoriza sobre la decadencia de las criadas.

En Cataluña, dos mujeres ataviadas con camisetas de la selección española son insultadas, vejadas, escupidas y pateadas y no pasa nada. En cambio, alguien se queja de que un socorrista no entiende el catalán y recibe un apoyo entusiasta, una comprensión infinita, una solidaridad arrolladora y una cobertura de vanguardia. Tanto da que el caso sea falso, que el socorrista aconsejara a la víctima que acudiera al centro de socorro de la playa, a pocos metros, ya que él no podía abandonar el puesto de vigilancia. El socorrista, como los camareros y mozos de estación que no saben indicar en catalán dónde están los baños, no sólo son culpables sino que además son símbolos de la opresión lingüística de España sobre Cataluña, del servicio contra los señoritos. Tan real como delirante. Así de repugnantes son las cosas.

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