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Tanto Jaime Mayor Oreja como Nicolás Redondo Terreros han empezado a señalar al tapado Xabier Arzalluz, que se esconde tras la liviana figura política de Juan José Ibarretxe. Los estatutos del PNV no permiten al presidente del partido concurrir a las elecciones. Según la versión nacionalista, de esa forma en el partido quedan las esencias del programa máximo, que va desde la independencia a la limpieza étnica, mientras los candidatos y los cargos públicos han de moverse en el pecaminoso campo de lo pragmático. El esquema es una esencial reserva mental jesuítica, pero el supuesto romanticismo teórico tiene efectos perversos prácticos. No el menor, que tal fórmula hace imposible cualquier labor de gobierno.

Según el sentido común y el mínimo de experiencia sobre organizaciones humanas, tal dicotomía llevará a los dos polos a competir por el poder. Ese estadio se dio en la etapa de Carlos Garaicoechea. Luego, el partido ha fagocitado al gobierno. Ibarretxe ejemplifica ese proceso en niveles superlativos. La fagocitación ha sido doble, tanto ideológica, pues el PNV se presenta a estas elecciones con el programa máximo autodeterminador, con su riesgo balcánico, como en lo que se refiere a una hipotética ambigüedad o pragmatismo, que ha tenido quiebras tan profundas como la inhibición política de la Ertzaintza en la inexistente lucha contra el delito de la kale borroka. Quien ha mandado ha sido Sabin Etxea, sede del PNV, y no Ajuria Enea, pero eso es ya echar por tierra el Estatuto de Guernica, que es la impureza del día a día frente al paraíso tribal.

La democracia busca la legitimidad de origen a través de las urnas, mientras el PNV la subvierte para intentar perpetrar un fraude, pues debería ser Xabier Arzalluz el candidato a lehendakari para ofrecerse al debate público, y no un vicario o mamporrero, como ha llegado a definirlo Carlos Iturgaiz. No es mera cuestión estética. Un gobierno de Ibarretxe no tiene capacidad para ser estable ni ofrecer estabilidad, porque carece de poder y capacidad de maniobra. Un gobierno al dictado no es un gobierno sino una correa de transmisión. Ibarretxe ha sido una coartada, hoy es un nominalismo.

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