Menú
Enrique de Diego

La historia, sin fin: los culpables

Desde Bush padre, los Estados Unidos, que es como decir lo más sensato de Occidente (no puedo hacer mejor elogio de USA que el reconocimiento de que nuestra libertad se debe a su actuación en las dos guerras mundiales y, por supuesto, en la Guerra Fría, donde su juventud fue capaz de morir en Vietnam por los derechos humanos) se ha funcionado con la estúpida doctrina del fin de la historia –recientemente lo recordaba en una serie de artículos desde estas páginas–; la estulticia de que ya no pasaría nada importante, nada decisivo. En términos popperianos, de contrastación, el atentado de las torres gemelas y el Pentágono es la demostración de la falsedad de tal apuesta por el suicidio colectivo. Como lo fue ya cuando produjo aquel lamentable error relativista, de Bush padre, de permitir la supervivencia de Sadam –es decir, de un régimen terrorista– no entrando en Bagdad ni destruyendo su ejército pretoriano, permitiéndole el genocidio de kurdos y chiítas. De aquellos groseros lodos vienen estas tumbas colectivas. A combatir ese sopor dediqué un libro hace unos pocos años: “En el umbral del tercer milenio. Por un gobierno mundial contra los integrismos”.

Si la historia nunca tiene fin, y no lo tiene, puede decirse que ha empezado de nuevo. Toda esta colección de terroristas, de fundamentalistas, de huérfanos de Marx, de integristas islámicos, de suicidas totalitarios soñando con el paraíso de las huríes matando al mayor número posible de seres humanos, han crecido al calor de esa siesta de Occidente, de esa parálisis de sus valores de lo políticamente correcto, los complejos de culpa y las ONG de residuo marxista-leninista. Durban ha sido la ejemplificación de este terrible despiste: el pasado como coartada del totalitarismo presente. Uno más de los fracasos de la ONU. En el libro de referencia indicaba cómo el mero mantenimiento de la ONU –financiada por Estados Unidos– es una enfermedad letal, una infección totalitaria contra la libertad. Es preciso redefinir un mundo de relaciones que viene de un mundo superado, el de la postguerra y afrontar el verdadero peligro que es el integrismo, los integrismos. Porque el terrorismo es su excrecencia, su instrumento, su inmundicia, su acción ejecutiva.

Situar, por tanto, la lucha en el terreno del terrorismo es ceder demasiado terreno, poner la trinchera demasiado cerca del corazón, de la misma supervivencia. Parece que no se aprenden nunca las lecciones del genocida siglo XX y de los fenómenos totalitarios. En ese sentido, el totalitarismo parte –como es conocido– de una mentalidad de responsabilidad colectiva: grupos enteros, como encarnación del mal, deben ser exterminados, sin remisión posible. Eso convierte en quiméricos negociaciones, diálogos o demás parafernalias beatas. Mientras, la democracia parte de una idea de la responsabilidad personal, por los hechos, de ética judeocristiana. Pero no puede contemplarse el terrorismo, porque no es así, como algo llevado a cabo por los que son meros peones del final del proceso. El asesinato es la consecuencia de una ideología, de una formación, de una financiación, de unos mandos. Hay grupos terroristas, en el mismo sentido en el que las SS se definieron como organización criminal en Nüremberg. Y hay naciones terroristas –Alberto Recarte ha hecho un desarrollo clarividente. Lo es ahora mismo la Autoridad Palestina con Yaser Arafat, amparando a Hamas y a la Jihad. Y es simplemente demencial la confusión sobre esta materia de Aznar –quien tanto entiende de terrorismo– y nuestra democracia.

Los culpables son los suicidas, pero también sus jefes, sus preparadores y sus ideólogos. Sus financiadores. Es preciso pasar a una estrategia activa, de combate en sus bases. No puede consentirse, como en el caso de los talibanes, naciones terroristas dispuestas a asesinar a ciudadanos indefensos por llevar un crucifijo o a eliminar todo derecho a las mujeres. En Afganistán se cobija Bin Laden. En Gaza, el líder “espiritual” de Hamas, un matarife desquiciado. La declaración de guerra ha sido a toda la comunidad de hombres libres. El totalitarismo funciona con niveles de tolerancia. Como vasos comunicantes. Eta o el Ira o las Farc, cualquier terrorista forma parte de una internacional pseudoespiritual, que amenaza la libertad de todos y cada uno. El sopor o la negligencia son entendidos como debilidad. ¡Con décadas de retraso, Europa va a aprobar la orden de búsqueda y captura comunitaria! Es precisa una guerra total contra el terrorismo.

Ni la libertad, ni el exitoso y odiado capitalismo, tienen su fundamento en las torres gemelas, efecto y no causa, pero como simbolismo los terroristas han hecho un genocidio universal. Buscar los culpables inmediatos es una pérdida de tiempo. Todo el tiempo que se ha perdido desde que en la caída del Muro alguien decidió que ya no había enemigos y sólo quedaba persistir en el ajuste de cuentas contra los valores occidentales en un mundo aburrido para la inteligencia media de resentidos totalitarios latentes, tan evidente en las juventudes comunistas antiglobalización.

No deja de ser absurdo que algunos medios españoles, infectados de relativismo moral pseudoprogresista, se preocupen de las represalias de Bush más que de la amenaza global. Dan ganas de no leer diarios como “El Mundo” o “El País”, manifestaciones de estupidez supina. La violencia debe ser erradicada. No puede ser contemplada como la manifestación de una razón oculta, sino como la sinrazón. La violencia no es una parte del discurso sino su eliminación. El terrorismo integrista sí es la globalización. El terrorismo es el mal absoluto. El integrismo es el enemigo absoluto de la libertad, lo demás es comentario.

En Internacional

    0
    comentarios