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De hacer caso a los resultados de la encuesta a medida del gobierno Ibarretxe, el País Vasco ha dejado de formar parte de Occidente y es una entidad política similar en sus opiniones al Afganistán de los talibán o al Pakistán pastún. Incluso eso puede tener cierta lógica, porque el nacionalismo vasco tiene un contenido etnicista de marcado carácter tribal.

Al borde del abismo, Ibarretxe se dispone a dar un decidido paso al frente. Al igual que el mulá Omar, arrebolado éste en el manto del Profeta; Ibarretxe, revestido de las patochadas integristas de Sabin Arana —quien coincide hasta en la consideración de las mujeres como inferiores y con la pata quebrada—, ha perdido el sentido de la realidad, y ni tan siquiera es capaz de percibir que el 11 de septiembre nos afecta a todos, de modo que jugar a la desestabilización en pleno corazón de Europa, en estos momentos, es una forma de suicidio político. Es una estupidez, incomprensible más allá de Sabin Etxea; hilarante, si no fuera a representar un incremento de la tensión política en España después del akelarre parlamentario del jueves, pistoletazo de salida para un referéndum anticonstitucional, al que el Gobierno de España está obligado a oponerse con toda la autoridad moral y los resortes del Estado de Derecho.

Esa mezcla de nacionalismo excluyente, de fundamentalismo euskérico, y de comunismo que es hoy el Gobierno vasco, sitúa a la sociedad en unos términos de postmodernidad cuasi totalitaria —la independencia es la vía al totalitarismo, la imposición de una cultura y una raza, un escenario delirante—, de reducto tercermundista, de aldeanismo talibán. Y la sociedad vasca, a pesar de amedrentamientos y coacciones, no es eso. Es, en muchos aspectos, y a pesar del nacionalismo, una sociedad moderna. El referéndum no sería otra cosa que acabar con el País Vasco como sociedad abierta para ir al talibanismo euskérico. Está en el corán de Arana, esa colección de insufribles prejuicios de parroquia rural.

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