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La Constitución es un dogma o el Zapatero separador

“La Constitución, tal como existe, hasta que sea reformada por un acto auténtico y explícito de todo el pueblo, es sagrada y obligatoria para todos”. La cita no es de José Luis Rodríguez Zapatero, es de un político norteamericano llamado George Washington, para quien “el hecho de que el pueblo cuente con el poder y el derecho de establecer un Gobierno presupone el deber de cada individuo de acatar la Constitución”.

La Constitución, toda Constitución es una declaración dogmática, incluso un dogma en sí. La madre de las constituciones modernas, la norteamericana, adopta desde el principio ese tono de credo laico: “Sostenemos que estas verdades son manifiestas: que todos los hombres son iguales ante Dios, que su creador les ha dotado de ciertos derechos inalienables, que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.

No ha habido ideología más dogmática que el socialismo y hasta fechas de una distancia en términos históricos irrelevante el PSOE mantuvo como su visión de la vida el marxismo, la madre de todos los totalitarismos. Los dogmáticos totalitarios han pasado con frecuencia al relativismo postmoderno. Más que ir hacia una tercera vía –no otra cosa que el liberalismo con nombre vergonzante- nuestro partido socialista y su secretario general marchan a galope hacia la ceremonia de la confusión, tratando las cuestiones más serias en nivel de chascarrillo y situando las cuestiones básicas en un nivel de párvulos. Un socialismo de trenca.

La frase de Zapatero tras las elecciones vascas de que “la Constitución no es un dogma” es, en términos intelectuales, una falsa tautología, una chorrada. Si se pretende decir que la Constitución es reformable resulta una obviedad. No se hubiera llevado a titulares, sino lanzada al cesto de los papeles como material sobrante. Lo que es un dogma democrático es la existencia de una Constitución, no de varias. Ninguna Constitución contempla el derecho de secesión, porque ello contradice la misma existencia de un marco convivencial común. Me remito a otro político “menor” al lado de Zapatero, Abraham Lincoln.

La cuestión es que la traducción lógica, por el contexto, tras el 13 de mayo, de la frase de Zapatero –siempre criticable según el viejo adagio contra el relativismo de que en el fondo ha establecido un dogma alternativo– es más o menos que no es un dogma la existencia de una Constitución en España. Por si quedaba alguna duda, su “declaración de Barcelona”, junto a Pasqual Maragall, incide en la materia como líder tácito de los separatismos. Tales criterios podrían ser comprensibles en un líder nacionalista pero resultan abracadabrantes en un supuesto o pretendido líder nacional. La próxima campaña electoral Zapatero –hemos de suponer– la hará no a la presidencia de España sino a la federación de naciones ibéricas con resonancias pimargallianas, sino hubieran superado algunos tales límites y el debate estuviera establecido en dogmas reaccionarios como la autodeterminación o la independencia de naciones étnicas o culturales, auténticas amenazas a la libertad personal, concreta.

Tal desfonde es además fruto de una visión falaz e histérica de los resultados vascos, pues por mucho que se empeñe algún antiguo asesor socialista que hubo de dedicar su tiempo a borrar las huellas del Gal y los fondos reservados, el nacionalismo no ha crecido en el País Vasco sino que ha disminuido, y Jaime Mayor Oreja ha conseguido, frente a las conocidas dificultades de la coacción de la violencia, los mejores resultados de la historia del PP. Los que han tenido responsabilidades de gobierno, en épocas de corrupción sin paliativos, estando por debajo del bien y del mal, debían mostrarse menos abstrusos y resentidos, algo más prudentes y agudos, incluso éticamente silenciosos.

Nunca acabé de entender aquello tan repetido por los nacionalistas de que más que separatistas había separadores. Zapatero me lo ha aclarado definitivamente.

En España

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