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ESTADOS UNIDOS

Hillary y el clintonismo

La joya de la corona de la Administración Clinton fue el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta). Bill Clinton logró que el Congreso lo aprobara, pese a la oposición de los sindicatos, en 1993. Pues bien, el pasado lunes la senadora Hillary Clinton propuso que el Nafta, así como los demás acuerdos comerciales en vigor, sean reevaluados cada cinco años.

La joya de la corona de la Administración Clinton fue el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta). Bill Clinton logró que el Congreso lo aprobara, pese a la oposición de los sindicatos, en 1993. Pues bien, el pasado lunes la senadora Hillary Clinton propuso que el Nafta, así como los demás acuerdos comerciales en vigor, sean reevaluados cada cinco años.
Hillary Clinton.
El Washington Post ha calificado la marcha atrás de Hillary en materia de libre comercio como "oportunismo bajo presión"; la presión procede del proteccionismo rampante y populista de sus rivales en la carrera presidencial. Eso de "oportunismo bajo presión" sugiere cobardía; pero cuando anda el clintonismo de por medio es mejor pensar en el camaleonismo, la adaptabilidad o, si lo prefiere, el cinismo.
 
Repare en la inteligencia con que la senadora Clinton emplea las palabras. Lo de reevaluar el Nafta suena bien para los proteccionistas, pero lo cierto es que se trata de una declaración perfectamente ambigua. Lo mismo podría significar derogación que recorte radical; o incluso la creación de una comisión de estudio cuyas recomendaciones podrían no llegar al escritorio de la presidenta Clinton hasta el último momento de su segundo mandato...
 
"Hay pocas posibilidades de que su postura refleje algún principio profundamente defendido", decía el otro día un editorial del Post. He aquí lo maravilloso de la candidatura de la Clinton, no sólo de su postura sobre libre comercio: la senadora no tiene principios. Con su ambición expía su progresismo. Su ideología está subordinada a sus necesidades políticas.
 
Yo nunca podría votar a la Clinton, pero podría soportarla (como lo harían otros de perfil ideológico similar al mío), precisamente, porque está muy liberada de los principios. Su progresismo, al igual que el de su marido: flexible, disciplinado, calculado, triangulado, siempre le deja abierta la posibilidad de hacer lo correcto por algún motivo incorrecto: interés propio, ambición, conveniencia política, etcétera.
 
Nunca podría votar a la Clinton porque el internacionalismo progresista clintoniano de los 90, con sus tratados escritos en papel mojado y su confianza en las instituciones internacionales, fue ingenuo en el plano de la teoría e incapaz en el de los hechos. Por otro lado, la senadora por Nueva York ve en el intervencionismo y el expansionismo estatales la respuesta a toda clase de males, ya sea para hacer frente a la crisis de las hipotecas o a un catarro. No obstante, si el 2008 va a ser un año demócrata –y bien podría serlo–, Hillary serviría al país mejor que cualquiera de sus correligionarios.
 
Así, en lo relacionado con Irak, Clinton habla como quien sabe que pronto podría ser el comandante en jefe, alguien que necesitará cierto margen de maniobra para alcanzar el éxito. De ahí que haya rechazado enérgicamente garantizar que nos sacará de Irak durante su primer mandato. Mientras Bill Richardson aboga por una retirada a calzón quitado, ella se ha comprometido a poco más que una reducción de tropas si las condiciones lo permiten.
 
Por lo que hace a la cuestión iraní, la izquierda le ha zaherido por apoyar una resolución completamente insustancial que describe a la Guardia Revolucionaria de Irán como organización terrorista, lo cual podría llevar aparejado una serie de graves sanciones económicas que podrían complicar sobremanera la capacidad de operación de dicho grupo.
 
Sus principales rivales en la carrera por la candidatura demócrata para las presidenciales de 2008 se opusieron a la resolución de marras con el falso argumento de que representaba un cheque en blanco para que Bush vaya a la guerra contra Irán. No hay nada de eso. En una versión previa se autorizaba "el uso prudente y equilibrado de todos los instrumentos" para contrarrestar las actividades iraníes en Irak. Esto sí que podría haberse interpretado como una autorización, pero no el texto finalmente aprobado por Hillary y otros 75 senadores.
 
Por otro lado, vea lo que propuso la Clinton la semana pasada: cuentas personales de jubilación modestamente subsidiadas por el Estado. De acuerdo, se trata de otro derecho que otorga el Gran Gobierno a la clase media. Está bien, la senadora ha dado en ignorar la inminente crisis de la Seguridad Social. Pero el caso es que el establecimiento de una cuenta de jubilación personal, universal y transferible (aunque sin subsidios de por medio) es algo que los conservadores anhelan desde hace mucho, mucho tiempo. Se trata de establecer un sistema paralelo al de la Seguridad Social; y de una herramienta perfecta para que en el futuro una Administración conservadora sustituya el actual e insostenible programa gubernamental por uno como el que rige en Chile.
 
Incluso la respuesta que dio en un debate sobre la tortura –"Como cuestión política, no puede ser la política norteamericana, y punto"– estaba elegantemente formulada para que transmitiera su implacable oposición a la tortura pero dejara abierta la posibilidad de que, en circunstancias extremas, un presidente haga lo que deba hacer, por ejemplo, autorizar el uso de la tortura al margen de la política expresa.
 
La Clinton raramente vacila. Siempre se muestra cuidadosa, calibrada. Siempre deja un espacio para que la conveniencia prevalezca ante la ideología. Eso es, precisamente, el clintonismo, versión Hillary o versión Bill. Para no herir susceptibilidades del personal feminista, no diré que la Clinton es una componedora de primera; en cambio, la compararé con ese gran capeador de temporales llamado Cristóbal Colón...
 
 
©  The Washington Post Writers Group
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