Los servicios públicos están cada vez peor, a pesar de que el gobierno actual está gastando mucho más dinero que cualquier otro anterior y se está endeudando desaforadamente. La inversión pública está deprimida, los hoyos de las calles y carreteras son cada vez más y más grandes, y el crimen sigue sin ser contenido.
Una medida de lo mal que están las cosas nos la da el monto de los intereses de la deuda, que ha pasado de 682 millones de dólares en 2009 a 1.272 millones, según lo estipulado en el presupuesto de 2011. Es decir, un aumento del 87%.
El problema no es sólo que a este ritmo vamos a reventar bien rápido, sino que los intereses están desplazando la satisfacción de muchas necesidades. El presupuesto dedicado a sanidad en 2011 es de 470 millones, 120 millones menos de lo que han subido los intereses de la deuda. El Ministerio de Justicia y Seguridad Pública, que maneja el problema más grave del país, recibirá 316 millones.
La subida del monto de los intereses de la deuda no sería un problema si los préstamos se hubieran invertido en actividades que generaran rendimientos mayores para la sociedad salvadoreña. Lo peor del problema es que estos recursos se han ido en pagar los crecientes gastos corrientes, que ni siquiera han logrado mantener el volumen y la calidad de los servicios públicos. Estamos pagando cada vez más intereses pero no obtenemos beneficio alguno.
En cualquier país, estos problemas motivarían al gobierno de turno a acercarse más a la ciudadanía para buscar maneras de revivir la inversión, aumentar la eficiencia de la administración, generar empleo e impulsar la economía. Sin embargo, en El Salvador el gobierno no sólo no se acerca a la ciudadanía, sino que toma como un insulto cualquier observación, crítica o propuesta que pueda surgir de ella. El hecho de que una idea haya sido propuesta por alguien que está fuera del gobierno parece ser motivo suficiente para rechazarla.
El objetivo del gobierno ya no parece ser el beneficio del país, sino mostrar quién manda, aunque esto resulte en la marginación de los críticos y en errores por acción u omisión. Las palabras unir, crecer, incluir, tan del gusto del gobierno, han sido vaciadas de contenido.
Luego de año y medio en el poder, el presidente y sus funcionarios siguen culpando a los gobiernos anteriores de cualquier problema; al sector privado, a los políticos que no están de acuerdo con ellos, a todo el mundo: todo vale con tal de no asumir responsabilidad alguna. Culpan a la ley de adquisiciones (Lacap), que sí sirvió a otros gobiernos para ejecutar inversiones de gran envergadura, y culpan del desastre económico a la dolarización, que realmente les ha salvado de un temprano y catastrófico colapso. Si este gobierno hubiera tenido colones, habría puesto a toda marcha la máquina de imprimir billetes y ahora tendríamos una tasa enorme de inflación. La moneda se habría devaluado tanto, que las tasas de interés serían altísimas y se habría generado una crisis financiera debido a que la gente no hubiera pagado sus deudas. La deuda pública (que, por supuesto, sería en dólares, como en toda Latinoamérica) habría duplicado su peso como porcentaje del PIB. Y nadie nos prestaría nada.
Sin dolarización, el presidente Funes no podría hacer ya nada que no fuera tratar de contener la inflación y estabilizar el país. Argentina tardó casi tres años en estabilizarse. Aquí sería peor. El gobierno debería, pues, dar gracias a Dios por manejar una economía dolarizada.
Todos los problemas del país tienen solución con trabajo duro, eficiencia y cohesión social. Para lograr esto, el gobierno necesita dejar de echar la culpa a otros por cosas que son de su responsabilidad y abandonar su actitud prepotente en aras de trabajar en equipo con la sociedad.
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