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DESDE JERUSALÉN

Triste esperanza

La esperanza es el más ostensible de los sentimientos encontrados que agitan hoy a Israel. Varios indicios permiten prever una era de paz, aun para los realistas de entre nosotros, quienes nunca supusimos que la paz con los regímenes que oprimen a los pueblos árabes podría ser alguna vez como la que gozan España y Portugal, o Suecia y Noruega. 

La esperanza es el más ostensible de los sentimientos encontrados que agitan hoy a Israel. Varios indicios permiten prever una era de paz, aun para los realistas de entre nosotros, quienes nunca supusimos que la paz con los regímenes que oprimen a los pueblos árabes podría ser alguna vez como la que gozan España y Portugal, o Suecia y Noruega. 
Abu Mazen, presidente de la ANP, y Ariel Sharon, primer ministro israelí.
Para ese tipo de paz real deberemos aguardar a que se cumpla algún proceso de democratización en las sociedades árabes, hasta ahora huidizo. Entre democracias no hay guerras. Las causas de éstas en el Medio Oriente se vinculan a la opresión y la violencia que rigen al mundo totalitario que nos rodea.
 
A pesar de ello, no perdimos la confianza en que llegaríamos a la no beligerancia, la cual nos permitirá a los judíos, por primera vez en estos poquitos milenios transcurridos, disfrutar de sosiego en nuestra tierra, ése del que fuimos privados y en el que la mayoría de las naciones se deleitan sin reparar en la maravilla. Dicha bonanza nos permitirá concluir la obra de fertilizar el desierto y desarrollar dignamente nuestro país.
 
Uno de los indicios de la nueva era es que han disminuido abruptamente las agresiones terroristas contra Israel, factor que siempre fue el primordial para nosotros. Esta disminución descoloca a los agoreros que vinieron sosteniendo que el terrorismo era consecuencia de las malas condiciones en las que vivían los palestinos. Pues ved, no: el terrorismo era consecuencia del odio insuflado por la camarilla dominante en la sojuzgada sociedad palestina. Una vez que esa caterva se descabezó la violencia se puso en retirada. Aunque el pasado viernes cuatro jóvenes fueron asesinados en Tel Aviv en un nuevo atentado, esto es ahora la excepción y no parte de una rutina que nos martirizó durante muchos años.
 
Un miembro de la organización terrorista Hezbolá.El segundo indicio es que los regímenes más monstruosos del planeta se encuentran en proceso de extinción. Unos ya desaparecieron (el del Baaz iraquí, el de los talibanes en Afganistán, el de Arafat), otros están a la defensiva (el de Assad en Siria, el de los ayatolás en Irán). Con la aquiescencia europea, esos regímenes mantuvieron al mundo en vilo (reitero: no debido a la pobreza que esgrimían como causa los equivocados de siempre).
 
En alguna medida, la euromiopía no cede: Francia, que mostró amar a Arafat hasta su estertor, continúa negándose a considerar terrorista al Hezbolá. Pero, en una medida mayor, la verdad florece y el reclamo de que el fascismo sirio se retire del Líbano empieza a universalizarse: la semana pasada se sumaron al mismo el rey de Jordania y el secretario de la ONU. Incluso la izquierda comienza a darse cuenta de que había en el mundo otros "territorios ocupados" además de los que la obsesionaron durante décadas.
 
El tercer indicio es que el nuevo Gobierno palestino, instalado el 24 de febrero, parece adoptar un lenguaje de democracia y de paz (una y otra se expresan en un solo y único idioma). Y los gobiernos árabes deshielan su relación con Israel.
 
Por todo ello, estamos esperanzados. La mañana posterior a la cumbre cuatripartita entre Sharon, Mubarak, Abdalá y Abbas (Abú Mazen) en Sharm el Sheik (8/2/05), el diario israelí de mayor tirada (Yediot Ajaronot) anunció, en un titular que cubría toda la primera página: "Concluyó la Intifada".
 
Para no azuzar fantasmas, no se permitió la pregunta obvia de qué había conseguido la campaña terrorista que se daba por concluida. Si terminó, cabía evaluarla: lo único que logró fue muerte y desolación para decenas de miles de judíos y árabes, y un infernal rezago para el pueblo palestino.
 
Como en las bodas judías...
 
Sin embargo, a pesar de indicios y esperanzas, pulula en Israel también un escepticismo basado en el dejá vu. Como en las ceremonias nupciales judías –en las que se rompe una copa para que los vidrios rotos simbolicen que no hemos de olvidar épocas pretéritas de destrucción y dolor–, también ahora acecha a nuestra ilusión una nube negra.
 
Es el patente recuerdo de otra era de destrucción, mucho más cercana y atormentada, que también comenzó con la rúbrica de convenios con líderes palestinos. El 13 de septiembre de 1993 estrecharon manos Israel y la OLP de Yaser Arafat, quien se avenía a abandonar el terrorismo… y a la semana siguiente asesinaba a Igal Vaknin y Amitai Kapaj.
 
Muchos entendimos sin demora que la brutal violencia no se detendría ni por un día. Así fue. El Gobierno laborista israelí diagnosticaba los actos de terror como los últimos manotazos del ahogado. El 13 de octubre Israel y la OLP inauguraban negociaciones sobre la evacuación israelí de Gaza y Jericó, y la semana siguiente unos terroristas asesinaban a Ehud Roth y a Ilán Levi. Pero los ingenuos insistían en que "íbamos bien".
 
Yaser Arafat.El 9 de febrero de 1994 Israel firmaba con la OLP el acuerdo para el autogobierno palestino, y al otro día eran asesinados Naftali Sohar e Ilán Sodari. Pero "estábamos en el buen camino". A los pocos días, unos palestinos asesinaban a Noam Cohen y a Zipora Sasson. "Serían las últimas víctimas". El 3 de abril el ejército hebreo evacuaba Jericó, y a los tres días… Todo igual.
 
El 4 de mayo Rabin firmó los acuerdos de El Cairo con Arafat, quien a los pocos días hacía asesinar a Margalit Shochat y a Rafael Yaeri. La secuencia era macabra: Israel firmaba, entregaba territorios y armas y era asesinado.
 
La OLP se comprometía, una y otra vez, por medio de variados y detallados acuerdos, a poner fin al terrorismo, y simultáneamente asesinaba, con la aprobación de los medios de prensa europeos. Mandaba suicidas, niños con explosivos, enseñaba en las escuelas a matar judíos. El dantesco cuadro dejó en una década miles de civiles asesinados, lisiados, heridos, destruidos. Los acuerdos habían sido un enorme error, en el que se deslizó una sociedad obnubilada por su anhelo por la paz.
 
Una nube negra socava hoy nuestra esperanza: que quizás se nos escape una vez más. Pero si en esta ocasión en efecto llegara la paz, acecharía igualmente otra tristeza, de índole más existencial.
 
Si finalmente ha llegado el día anhelado y nunca más deberemos defendernos de nuestros vecinos, ¿para qué tanta muerte? Este país que se desangra con miles de familias destruidas, mutilados de por vida por atentados terroristas, esta sociedad golpeada y calumniada, es testigo de cómo los palestinos se avienen ahora a aceptar mucho menos de lo que por décadas les vinimos ofreciendo sin que deban disparar una sola bala. 
 
Me pregunto qué argumentan los que defendieron a Arafat durante el medio siglo en el que transformó al pueblo palestino en combustible para aceitar su maquinaria de corrupción. Quizás nos digan silenciosamente que tanta guerra contra Israel, que envenenó al mundo por un siglo, fue un desliz.
 
Un tercer aspecto de la triste esperanza del israelí de hoy es más terrenal. Para mencionarla, cabe recordar que en los extremos de la opinión pública israelí hay dos grupos pequeños. Uno opina que en ningún caso y bajo ninguna circunstancia Israel debería ceder territorios, ya que estamos sumidos en un conflicto imperecedero en el que otorgar instrumentos al enemigo resultará suicida. El otro se identifica con la narrativa de nuestros enemigos y halla las culpas siempre en el Estado hebreo.
 
Este segundo extremo no es mayor que el primero, pero ha sido tan desproporcionadamente presentado en los medios europeos que una buena parte de la gente los considera representativos. En 2003 Suiza financió un ostentoso viaje a decenas de sus portavoces para que firmen "un tratado virtual", a cambio del cual renunciaban al Estado judío (el detalle curioso es que la guerra en Medio Oriente siempre tuvo como objeto, precisamente, destruir el Estado judío…).
 
Detalle de una manifestación de israelíes contrarios a la evacuación de Gaza.En 2005 España sigue publicando los libros de ese grupúsculo como si fueran de profetas de un mundo mejor, cuando en realidad no constituyen sino alienados de la vida israelí, habitantes de entre la utopía y la judeofobia. Hace unas semanas se presentó con gran pompa una antología de Amira Hass, periodista israelí que vive desde hace varios años en Ramala: su libro sería tan representativo de Israel como lo sería uno de Ibarretxe acerca del amor a España.
 
Entre esos dos grupos marginales nos encontramos la abrumadora mayoría de los hebreos, quienes podemos sentir la tercera tristeza: miles de israelíes que convirtieron el desierto en un jardín deberán abandonar sus hogares "en aras de la paz". No cabe negarles nuestra empatía, sobre todo porque el mundo ha venido cruelmente demonizándolos, como lo indicaba el rais
 
Si su desarraigo es parte de un proceso que nos lleve a la paz, la mayoría de los israelíes lo aceptaremos, pero no con regocijo. Después de todo, ¿qué tipo de paz es la que obliga a una población, por ser judía, a abandonar sus hogares desde hace treinta años? Hay en Israel aldeas árabes, pero en contraste los territorios que devengan en soberanía árabe parecieran aceptar sólo el estatus de judenrein ("limpios de judíos").
 
Por todo esto, nuestra esperanza está triste. Tal vez también esté fundada en la realidad, pero sólo podremos verificarlo cuando escuchemos qué ha cambiado en las escuelas palestinas. Si ya no adoctrinan a sus niños en el odio, sino en el amor por la vida y la paz, como lo hacen las escuelas judías.

Nos debatimos entre sentimientos encontrados. El periodista Ori Orbaj lo tituló en su artículo "pesimismo cauto". Y el segundo de los diarios israelíes (Maariv) cubrió la primera página con una pregunta: "¿Acaso será esta vez?".

 
 
Gustavo D. Perednik es autor, entre otras obras, de La Judeofobia (Flor del Viento) y España descarrilada (Inédita Ediciones).
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