Quienes hicieron esto último sólo están un peldaño por encima de los otros: haber dado a estas elecciones un sentido distinto al que les correspondía no es un ejercicio de euroescepticismo menor que el de los que decidieron dar la espalda a las urnas.
Enredados en el juego de la política de partidos, las alianzas, las sumas y restas, las proyecciones electorales, olvidamos lo fundamental de los hechos: los europeos que no han dado su confianza a los políticos y las instituciones europeas representan la mayoría absoluta del electorado. El 56,61% de los votantes europeos no han participado en la elección del organismo que encarna la democracia en el entramado institucional de la UE. Sea por hostilidad o por pereza y desinterés, lo cierto es que han dado la espalda al Parlamento Europeo. Esta es la realidad descarnada, de preocupante significado histórico y que no se debiera, bajo ninguna circunstancia, obviarse en beneficio de las luchas de partido y entre partidos.
Desde el Este llegan las peores noticias: el 72,6% de los polacos se quedó en casa; y el 80,36 de los eslovacos, el 72,79 de los rumanos, el 72,16 de los checos, el 79,19 de los lituanos. Los votantes no hacen más que seguir la línea marcada por muchos de sus políticos e intelectuales: los recién llegados, los que anhelaron durante años acceder a las instituciones europeas, las rechazan cada vez con más desdén y furia. ¿Cómo es posible? La Europa occidental, de vuelta de todo y de todos, explica, con esa mezcla de desdén y frivolidad que la caracteriza, determinados comportamientos. Así, habla de la poca educación y cultura democrática de los nuevos europeos, o de su falta de gratitud y comprensión hacia la vieja Europa.
Las cosas no son tan fáciles. A la sombra de Rusia, con el recuerdo reciente del Ejército Rojo dentro o junto a sus fronteras, la visión de Europa –y de Estados Unidos– tiene un sentido histórico, político y estratégico real. Europa como polo económico, como referente de estabilidad institucional, como solar de libertades y derechos fundamentales, es algo más que la palabrería hueca de Pajín o Zapatero para quienes sufrieron el hambre, la separación, las alambradas, la deportación, el gulag o la reeducación social.
En las tierras antaño sometidas por el comunismo, el anhelo europeo ha tenido menos que ver con los europeos contemporáneos que con quienes buscaron construir la Unión entre las ruinas de la Guerra Mundial. Para Schuman o Monnet, la unidad de Europa era ante todo una necesidad de salvaguardar al continente de la guerra y la tiranía, de establecer unos intereses comunes y alcanzar el bienestar económico en unos Estados con idénticos valores y principios. Nada más, pero nada menos. Proyecto sencillo, simple, modesto; pero precisamente por eso con un sentido histórico y una fuerza indudables.
¿Qué queda hoy de ello? Para los euroescépticos, aquellos que ven en Europa una simple agregación de intereses, ni siquiera el proyecto de 1950 tiene sentido más allá de un mercado común. Pero para quienes siguen viendo con simpatía la Declaración Schuman las instituciones europeas se han convertido en una aberración hipertrofiada, con un entramado burocrático ajeno a los ciudadanos y una clase política poderosa y embarcada en una campaña continua de legitimación. Nada queda en la Europa comunitaria de la búsqueda de respuestas económicas, estratégicas, institucionales que le dieron sentido hace más de cincuenta años. Respuestas que son las que hoy acosan a las mismas sociedades del Este, que han dado la espalda rotundamente a las elecciones al Parlamento Europeo.
Y es que en determinados lugares las frivolidades ideológicas postmodernas o las delicatessen diplomáticas europeas tienen poco sentido, sobre todo si se es vecino de la Rusia de Putin y Medvedev. Con la mirada puesta en Ucrania y Georgia, estos países no convierten los conceptos de democracia, libertad, derechos humanos en la chatarra dialéctica que circula por Bruselas, París, Madrid o Ámsterdam. Otro tanto ocurre en estos países a la hora de impulsar la economía, la producción y el comercio, ante una UE desganada y proteccionista; de dotar a sus instituciones de una estabilidad capaz de garantizar la paz y la justicia, ante una UE cada vez más intervencionista; de luchar contra la corrupción, ante una clase política comunitaria cada vez más envilecida.
Lo cierto es que el juego del postmodernismo europeo triunfa, a condición de no haya carros de combate, bombarderos, crisis humanitarias o institucionales de por medio. Cuando estos elementos comparecen, entonces la política se convierte en algo más sencillo y trascendente que la elefantiásica inercia comunitaria, capaz de legislar sobre casi cualquier aspecto ético y moral sin tomar verdaderas decisiones sobre los problemas que afectan a los países miembro. En Holanda, Francia o España las sociedades pueden pasar por alto la creciente inseguridad, la infiltración islamista en las comunidades musulmanas o la falta de confianza en la clase política. Pero en la frontera oriental del continente, donde los riesgos y las amenazas son más acuciantes, y el pasado terrible está más cerca, esa UE lúdica y decadente que se vota en Italia, Alemania o Portugal no tiene cabida, si en vez de una salvación es una condena.
El 7 de junio ha sido un mal día para la UE. La alta abstención no ha sido un fenómeno exclusivo del Este: el 54% de los españoles se ha quedado en casa, y el 59,62 de los franceses, el 63,5 de los holandeses y el 57,8 de los alemanes. El mensaje es lo suficientemente rotundo. Y lo peor no es que los europeos se hayan mostrado indiferentes hacia las instituciones comunitarias –no es una novedad: recuérdese el referéndum sobre la Constitución Europea–, sino que, embarcada en sus propias pequeñeces, la clase política europea –a excepción, en España, de Rosa Díez– pasa por alto este hecho, como si no existiese ni afectara directamente a la legitimidad política de las propias instituciones.
Esta tendencia es preocupante. Cuando las instituciones políticas se separan de las sociedades, éstas suelen reaccionar desentendiéndose progresivamente de la política, y entonces la política hace y deshace a su antojo sobre unos ciudadanos dedicados a sus cosas, o bien rompiendo definitiva y violentamente con las instituciones.
Con su masiva abstención del domingo, el Este de Europa ha vuelto a denunciar que las instituciones comunitarias están desnudas, que la Unión está perdiendo su sentido político: la garantía de un puñado de derechos y deberes, de unas libertades básicas, de unos principios morales sencillos, fruto de siglos de civilización europea. Mientras, la clase política –y la mediática– atiende únicamente a los números surgidos de las urnas, cuando los realmente preocupante son los que se han quedado fuera. Si las instituciones comunitarias siguen huyendo hacia delante, ignorando su progresiva deslegitimación, no harán sino hacer más formidable el abismo.
Enredados en el juego de la política de partidos, las alianzas, las sumas y restas, las proyecciones electorales, olvidamos lo fundamental de los hechos: los europeos que no han dado su confianza a los políticos y las instituciones europeas representan la mayoría absoluta del electorado. El 56,61% de los votantes europeos no han participado en la elección del organismo que encarna la democracia en el entramado institucional de la UE. Sea por hostilidad o por pereza y desinterés, lo cierto es que han dado la espalda al Parlamento Europeo. Esta es la realidad descarnada, de preocupante significado histórico y que no se debiera, bajo ninguna circunstancia, obviarse en beneficio de las luchas de partido y entre partidos.
Desde el Este llegan las peores noticias: el 72,6% de los polacos se quedó en casa; y el 80,36 de los eslovacos, el 72,79 de los rumanos, el 72,16 de los checos, el 79,19 de los lituanos. Los votantes no hacen más que seguir la línea marcada por muchos de sus políticos e intelectuales: los recién llegados, los que anhelaron durante años acceder a las instituciones europeas, las rechazan cada vez con más desdén y furia. ¿Cómo es posible? La Europa occidental, de vuelta de todo y de todos, explica, con esa mezcla de desdén y frivolidad que la caracteriza, determinados comportamientos. Así, habla de la poca educación y cultura democrática de los nuevos europeos, o de su falta de gratitud y comprensión hacia la vieja Europa.
Las cosas no son tan fáciles. A la sombra de Rusia, con el recuerdo reciente del Ejército Rojo dentro o junto a sus fronteras, la visión de Europa –y de Estados Unidos– tiene un sentido histórico, político y estratégico real. Europa como polo económico, como referente de estabilidad institucional, como solar de libertades y derechos fundamentales, es algo más que la palabrería hueca de Pajín o Zapatero para quienes sufrieron el hambre, la separación, las alambradas, la deportación, el gulag o la reeducación social.
En las tierras antaño sometidas por el comunismo, el anhelo europeo ha tenido menos que ver con los europeos contemporáneos que con quienes buscaron construir la Unión entre las ruinas de la Guerra Mundial. Para Schuman o Monnet, la unidad de Europa era ante todo una necesidad de salvaguardar al continente de la guerra y la tiranía, de establecer unos intereses comunes y alcanzar el bienestar económico en unos Estados con idénticos valores y principios. Nada más, pero nada menos. Proyecto sencillo, simple, modesto; pero precisamente por eso con un sentido histórico y una fuerza indudables.
¿Qué queda hoy de ello? Para los euroescépticos, aquellos que ven en Europa una simple agregación de intereses, ni siquiera el proyecto de 1950 tiene sentido más allá de un mercado común. Pero para quienes siguen viendo con simpatía la Declaración Schuman las instituciones europeas se han convertido en una aberración hipertrofiada, con un entramado burocrático ajeno a los ciudadanos y una clase política poderosa y embarcada en una campaña continua de legitimación. Nada queda en la Europa comunitaria de la búsqueda de respuestas económicas, estratégicas, institucionales que le dieron sentido hace más de cincuenta años. Respuestas que son las que hoy acosan a las mismas sociedades del Este, que han dado la espalda rotundamente a las elecciones al Parlamento Europeo.
Y es que en determinados lugares las frivolidades ideológicas postmodernas o las delicatessen diplomáticas europeas tienen poco sentido, sobre todo si se es vecino de la Rusia de Putin y Medvedev. Con la mirada puesta en Ucrania y Georgia, estos países no convierten los conceptos de democracia, libertad, derechos humanos en la chatarra dialéctica que circula por Bruselas, París, Madrid o Ámsterdam. Otro tanto ocurre en estos países a la hora de impulsar la economía, la producción y el comercio, ante una UE desganada y proteccionista; de dotar a sus instituciones de una estabilidad capaz de garantizar la paz y la justicia, ante una UE cada vez más intervencionista; de luchar contra la corrupción, ante una clase política comunitaria cada vez más envilecida.
Lo cierto es que el juego del postmodernismo europeo triunfa, a condición de no haya carros de combate, bombarderos, crisis humanitarias o institucionales de por medio. Cuando estos elementos comparecen, entonces la política se convierte en algo más sencillo y trascendente que la elefantiásica inercia comunitaria, capaz de legislar sobre casi cualquier aspecto ético y moral sin tomar verdaderas decisiones sobre los problemas que afectan a los países miembro. En Holanda, Francia o España las sociedades pueden pasar por alto la creciente inseguridad, la infiltración islamista en las comunidades musulmanas o la falta de confianza en la clase política. Pero en la frontera oriental del continente, donde los riesgos y las amenazas son más acuciantes, y el pasado terrible está más cerca, esa UE lúdica y decadente que se vota en Italia, Alemania o Portugal no tiene cabida, si en vez de una salvación es una condena.
El 7 de junio ha sido un mal día para la UE. La alta abstención no ha sido un fenómeno exclusivo del Este: el 54% de los españoles se ha quedado en casa, y el 59,62 de los franceses, el 63,5 de los holandeses y el 57,8 de los alemanes. El mensaje es lo suficientemente rotundo. Y lo peor no es que los europeos se hayan mostrado indiferentes hacia las instituciones comunitarias –no es una novedad: recuérdese el referéndum sobre la Constitución Europea–, sino que, embarcada en sus propias pequeñeces, la clase política europea –a excepción, en España, de Rosa Díez– pasa por alto este hecho, como si no existiese ni afectara directamente a la legitimidad política de las propias instituciones.
Esta tendencia es preocupante. Cuando las instituciones políticas se separan de las sociedades, éstas suelen reaccionar desentendiéndose progresivamente de la política, y entonces la política hace y deshace a su antojo sobre unos ciudadanos dedicados a sus cosas, o bien rompiendo definitiva y violentamente con las instituciones.
Con su masiva abstención del domingo, el Este de Europa ha vuelto a denunciar que las instituciones comunitarias están desnudas, que la Unión está perdiendo su sentido político: la garantía de un puñado de derechos y deberes, de unas libertades básicas, de unos principios morales sencillos, fruto de siglos de civilización europea. Mientras, la clase política –y la mediática– atiende únicamente a los números surgidos de las urnas, cuando los realmente preocupante son los que se han quedado fuera. Si las instituciones comunitarias siguen huyendo hacia delante, ignorando su progresiva deslegitimación, no harán sino hacer más formidable el abismo.