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CIENCIA

El lince y el madroño

Saben los que leen de vez en cuando estos asomos al mundo de la ciencia que mis relaciones con el movimiento ecologista no pueden, precisamente, calificarse de simpáticas; que en numerosas ocasiones me he quejado modestamente del habitual mal uso que los defensores del medio ambiente más vociferantes hacen de los datos científicos y que hemos tratado de colocar la mesura de las ecuaciones, las cifras y los experimentos en el terreno que les corresponde: el de la incertidumbre y la constante búsqueda de contraste. Que no otra cosa es la ciencia.

Saben los que leen de vez en cuando estos asomos al mundo de la ciencia que mis relaciones con el movimiento ecologista no pueden, precisamente, calificarse de simpáticas; que en numerosas ocasiones me he quejado modestamente del habitual mal uso que los defensores del medio ambiente más vociferantes hacen de los datos científicos y que hemos tratado de colocar la mesura de las ecuaciones, las cifras y los experimentos en el terreno que les corresponde: el de la incertidumbre y la constante búsqueda de contraste. Que no otra cosa es la ciencia.
Por eso, no cabe la posibilidad de que lo que voy a escribir a continuación pueda ser interpretado como un arrebato de seráfico encantamiento verde, como una suerte de reivindicación animalista: es probable que en la Comunidad de Madrid, en esa franja prototípica de bosque mediterráneo entre los ríos Cofio y Alberche, haya algún que otro ejemplar de lince ibérico silvestre; y ese dato obligaría, cuando menos, a discutir la posibilidad de que se modifique el plan de ampliación de la carretera N-501, que pasaría, ahora, por un terreno digno de mayor protección.
 
Obsérvese que el uso de las palabras no es gratuito. Sí, la presencia del lince, de momento, sólo es probable, pero parece que merece la pena confiar en el buen hacer científico de los biólogos del Museo Nacional de Ciencias Naturales y del CSIC y en el empeño mostrado por la Consejería de Medio Ambiente de la Comunidad de Madrid, que ha prometido seguir investigando a la búsqueda de otras huellas más concluyentes.
 
De manera que, ante este anuncio sorprendente protagonizado por unos pequeños excrementos del felino más amenazado del planeta, no caben ni el entusiasmo beligerante de los ecologistas y de la izquierda (que han estado a punto de volver a sacar del armario las pancartas enmohecidas de "Nunca mais") ni el desdén pretendidamente despreocupado de las autoridades madrileñas, que, como quien no quiere la cosa, han sembrado dudas sobre la honestidad de los investigadores.
 
Y, como siempre, la pobre ciencia, tan vapuleada, tan utilizada por unos y por otros a conveniencia, como si los datos de laboratorio fueran diatribas, como si los análisis de ADN fuesen declaraciones de intenciones tan flexibles, interpretables, maleables e incumplibles como un programa electoral.
 
El Árbol de la Ciencia.Por el mismo motivo por el que a menudo me ha indignado la utilización torticera de los datos científicos por parte de los grupos verdes es por lo que hoy reclamo a la Comunidad de Madrid mayor respeto a la ciencia. Y es que, en este caso, los científicos han hecho exactamente lo contrario de lo que suelen hacer los ecologistas. Es decir, han puesto datos sobre la mesa, han comenzado el diálogo con pruebas más o menos poderosas o convincentes, pero tan contrastables como la que más.
 
La semana pasada, la revista New Scientist publicaba un esclarecedor artículo de Robert Mathews, de la Universidad de Aston, sobre las múltiples limitaciones que padece el método científico a la hora de avalar supuestas amenazas contra el medio ambiente. Bajo el esclarecedor título de 'No existe nada parecido al riesgo cero', Mathews se quejaba de una de las clásicas pretensiones falsas de los ecologistas. Estas organizaciones suelen reclamar que la ciencia demuestre la inocuidad de cualquier nueva instalación tecnológica o infraestructura antes de permitir su puesta en funcionamiento. Demuéstrenme –dicen– que esta incineradora no contaminará con dioxinas a los vecinos, que aquel centro de residuos no provoca toxicidades, que aquella antena de telefonía no es cancerosa. Y háganlo con un 100% de certeza. Si no, ¡nos oponemos!
 
Este argumento ecologista es, simplemente, una falacia. La ciencia no puede confirmar negaciones: es una imposibilidad categórica derivada de su propio método. Para determinar objetivamente que una antena de telefonía móvil no produce ningún tipo de riesgo sería necesario realizar continuados estudios clínicos con seres humanos sometidos a todo tipo de radiaciones, a diferentes niveles, mientras se realizan pruebas similares con grupos de control sometidos a radiaciones placebo. Habría que provocar terribles daños a hombres mujeres y niños cobaya para determinar qué radiaciones y a qué dosis son dañinas y cuáles son inocuas. Y, después de todo ello, jamás tendríamos la certeza del riesgo cero, porque cada nueva tecnología, cada nueva antena, cada cambio en el aislamiento de las casas, cada modificación de nuestras costumbres volvería a exigir una nueva constatación.
 
Como eso es imposible, la ciencia utiliza estudios epidemiológicos para determinar los riesgos para la salud o el medio ambiente de diferentes acciones humanas. Estos estudios se basan en el análisis retrospectivo de los grupos de población que han sido sometidos a la supuesta amenaza: por ejemplo, ciudadanos que viven junto a una incineradora o bajo un tendido eléctrico de alta tensión. Se comparan sus historias clínicas con las de otros grupos de población y se siguen las evoluciones de los casos de enfermedad o muerte.
 
Pero, obviamente, el estudio epidemiológico es una feble herramienta. Al basarse en el relato de los pacientes, está sometido a grandes sesgos. Además, incluso cuando se pudiera observar una prevalencia mayor de una enfermedad en una población sometida al supuesto riesgo, la epidemiología no permite establecer exactamente los mecanismos que conducen del riesgo a la enfermedad. O sea, aunque se observen algunos casos de cáncer más entre ciudadanos que viven bajo una antena de telefonía, nada puede decirnos, si no acudimos al laboratorio a realizar estudios ilegales con cobayas humanas, qué causa exactamente esos casos de cáncer. Pudiera ser la antena, sí, pero también cualquier otro factor exclusivo al que están sometidos esos ciudadanos y que no es evidente.
 
Por eso los estudios epidemiológicos son tomados con mucha cautela por los científicos. Incluso cuando aparecen datos que duplican o triplican el riesgo de contraer una enfermedad suelen ser interpretados como dentro de los probables márgenes de error.
 
Cuando los ecologistas esgrimen estos estudios para reclamar el desmantelamiento de una central nuclear o la demolición de una incineradora, lo que hacen, en realidad, es usar humo.
 
Pero el caso del lince es muy diferente. En esta ocasión contamos, al menos, con una prueba de ADN que puede ayudarnos a comenzar a tirar del hilo. No hay estadística, epidemiología, riesgo, proyección de datos… hay simplemente una caquita de animal cuyo código genético coincide con el del "fantasma del bosque mediterráneo". Los mismos que, en los casos epidemiológicos antes citados, reclamaban pruebas más concluyentes para tomar medidas ahora tienen una deshidratada y metida en un tubo sobre la mesa.
 
Ahora, ahora sí y no antes, es posible el principio precautorio. Pero no por respeto a la naturaleza, al lince ni a Greenpeace. Simplemente, por respeto a la ciencia.
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