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HISTORIA

Guerra al francés

Cuando el 2 de Mayo un desconocido cerrajero llamado Blas Molina gritó en la madrileña Plaza de Oriente "¡¡que se los llevan!!" (los últimos Borbones), desencadenó algo más que una revuelta ciudadana frente al insoportable invasor francés.

Cuando el 2 de Mayo un desconocido cerrajero llamado Blas Molina gritó en la madrileña Plaza de Oriente "¡¡que se los llevan!!" (los últimos Borbones), desencadenó algo más que una revuelta ciudadana frente al insoportable invasor francés.
Porque el 2 de Mayo de 1808 y la épica y trágica gesta que le siguió hasta 1814 no puede centrarse en la anécdota heroica de la guerrilla. Ni en los sitios de Zaragoza, Gerona, Tarragona o Ciudad Rodrigo. Ni con las primeras derrotas del ejército francés en el Bruc o Bailén… ni tampoco en las mil batallas perdidas por el ejército español.
 
1808 fue el fin de un sistema, de una sociedad, la muerte del viejo régimen en el que los españoles eran súbditos, que no ciudadanos. En que la patria era patrimonio del rey y no la consecuencia de la voluntad de quienes la formaban: los españoles. En 1808 el pueblo español tomó instintivamente conciencia de su propio destino. De su propia importancia y protagonismo. Y en aquel proceso insurreccional y revolucionario se dieron cita íntimas contradicciones que no serían resueltas sino hasta nuestro más próximo pasado: el fin del franquismo y el inicio de la transición en 1975.
 
En aquel 2 de Mayo de 1808 también nacieron las dos Españas: la de las libertades que se plasmaría en la Constitución de 1812 ("La Pepa"), constituida por sus clases más ilustres (y también alejadas del verdadero sentir popular)… y la de las tradiciones tuteladas por la Iglesia. Porque la lucha contra el francés ocultó el brutal choque que se produciría unos decenios más tarde en las sangrientas guerras carlistas.
 
Y así nos encontramos que frente al Estado borbónico (de Carlos IV y Fernando VII) claudicante y sumiso al todopoderoso Napoleón, fue el pueblo que decidió no rendirse y tomó las armas, creando comités ciudadanos, deponiendo alcaldes, capitanes generales, intendentes sumisos al francés… y creando el más moderno concepto de la guerra: la guerra popular. La guerra de guerrillas.
 
Hoy la Guerra de Independencia provoca una contradicción insufrible: ¿cómo es posible que en un momento en el que el aparato administrativo, y también represivo, se derrumba por la propia insurrección popular, nadie invoque, reclame o instaure las "instituciones propias del país"?, ¿por qué nadie se acordó siquiera de las muy "democráticas y populares" Cortes aragonesas, valencianas o catalanas abrogadas menos de 100 años antes por Felipe V?, ¿por qué en Cataluña esa edénica Diputación del General o "Generalitat" no reapareció pujante entre los clamores de los victoriosos migueletes y somatenes insurrectos?, ¿por qué en su lugar nacieron las Juntas Supremas (de Cataluña, de Valencia, de Galicia, de Castilla…), y todas ellas invocaron en sus manifiestos y en sus acciones la lucha patriótica por su rey (el deseado pero infame Fernando VII), por la religión (la Católica) y por una nación a la que todos llamaron España?, ¿y por qué los lugares de mayor resistencia guerrillera (por aquel rey, aquella religión y aquella nación española) fueron precisamente Cataluña, el País Vasco y Navarra?, ¿por qué aquella Cataluña, que fue anexionada al Imperio Francés, se resistió a ser parte de un país más moderno y victorioso, a pesar de que por primera vez en su historia se le reconociera la oficialidad de la lengua catalana?, ¿y por qué aquel pueblo se jugó la vida, y muchos la perdieron, encuadrado en partidas guerrilleras dirigidas por catalanes hoy ignorados como Milans del Bosch, Manso, Clarós, Eroles, Barceló, Llovera o el mítico Francisco Rovira que comenzó la guerra de médico y la terminó de general?, ¿y por qué hoy el referente nacional en Cataluña sea Rafael de Casanovas, herido en el sitio de Barcelona en 1714 (y que concluyó apaciblemente sus días respetado en vida y hacienda como abogado en Sant Boi de LLobregat), y no Salvador Aulet, Juan Massana, Joaquín Pou, Juan Gallifa, José Navarro, Julián Portet, Pedro Lastortras y Pedro Más (que también murieron en 1809 por las libertades de Cataluña que eran las de toda España), cuyos nombres en estos días nadie recuerda ni quiere recordar?
 
Y, en conclusión, ¿por qué el nacionalismo omite cualquier referencia a la muy incómoda Guerra de Independencia donde surgen los modernos y revolucionarios conceptos de respeto a los derechos del ciudadano, de la igualdad entre las personas... y de configuración de la sociedad en nación, depositaria de la propia soberanía?
 
Rodolfo G. de Barthèlemy en esta obra nos presenta algo más que un episodio: nos muestra la determinante realidad de un pueblo en lucha por sus libertades… y por su propia configuración como parte de la nación española, hoy anatema para el mito nacionalista.
 
Recordemos que en el juicio contra el barcelonés Juan Gallifa su defensor invocó "la obligación que todo español tiene en salir en defensa de la patria contra el invasor…", y el propio Ayuntamiento de Barcelona el 4 de Noviembre de 1814, pocos meses después de concluida la guerra, glorificó a sus conciudadanos muertos por el francés como "aquellos ilustres mártires de la libertad española".
 
Porque aquellos nueve patriotas que intentaron la sublevación contra el ocupante francés en 1809, y dieron su vida por ello, no encajan en el ideario hoy "políticamente correcto" del nacionalismo excluyente. Como tampoco encajan los guerrilleros catalanes del Bruc o los heroicos ciudadanos de Gerona o Tarragona, ni los muy vascos miembros de las partidas del pastor Jáuregui, del campesino Espoz y Mina, del herrero Longa o del militar Renovales.
 
Y ya que rescribir o enmendar la historia sería tan excesivo como imposible para la mitomanía nacionalista, su respuesta será el silencio miserable. 1808-2008 resultará un bicentenario vergonzante. Vergonzoso.
 
Y así, las efemérides del proceso popular revolucionario más importante de nuestra historia pasará entre silencios, sorderas y cegueras.
 
Porque sin ser prisioneros de la historia, ciertamente somos hijos de ella.
 
Unos malos hijos que reniegan de sus padres.
 
 
NOTA: Este texto es el prólogo de JAVIER NART al libro de RODOLFO G. DE BARTHÈLEMY GUERRA AL FRANCÉS, que acaba de publicar la editorial Akrón.
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