Menú
COMER BIEN

La cesta de la playa

Entonces éramos jóvenes, veinteañeros; unos estudiábamos, otros ya trabajaban... En cualquier caso, nuestras bolsas eran exiguas: no daban para grandes lujos. Pero un lujo al que no renunciábamos era ir los domingos a alguna playa, a jornada completa.

Y allá íbamos. Normalmente, en coche de línea; sólo uno de los miembros de la pandilla era feliz poseedor de un coche, un Mini... en el que, también casi siempre, regresábamos todos, y cuando digo "todos" quiero decir tres parejas, a veces cuatro. Por supuesto, los que no conducíamos íbamos encantados.

El día playero incluía, naturalmente, la comida. No comíamos en la misma playa; por fortuna, en Galicia los árboles llegan, muchas veces, a pie de playa. Allí, bajo los pinos, extendíamos en el suelo nuestras servilletas. La parte masculina del grupo, o parte de la parte masculina, hacía una expedición hasta el chiringuito más próximo para comprar las bebidas, generalmente vino tinto y gaseosa, todo bien frío.

Una vez todo colocado, abríamos las cestas, o las tarteras. Lo de la comida era responsabilidad de ellas... o de sus madres, que eso no nos lo decían nunca, pero se adivinaba. El momento de la apertura era siempre emocionante: a ver qué nos habían traído a cada cual.

Siempre había tortilla de patatas. Casi siempre, ensaladilla rusa. Y siempre, pero siempre, filetes empanados. A veces había sorpresas muy agradables; yo solía ser el beneficiario de las más interesantes, porque en la cesta de mi novia a veces aparecía una generosa cantidad de cigalas cocidas, otras veces lo que surgía de allí eran unos lomos de merluza fritos...

Nos sabía, todo, a gloria. Y no sólo porque fuéramos jóvenes y estuviéramos con nuestras novias, sino porque nuestras futuras suegras –lo fueron, de hecho, algunos años después– sabían bien lo que se hacían. Nos cuidaban, ya lo creo que nos cuidaban.

Todo lo antes expuesto, más, de vez en cuando, algún trozo de empanada, son cosas que no es que se puedan comer frías: es que frías están buenísimas. La tortilla de patatas, que se preparaba más cuajada que si fuera a comerse al momento, estaba deliciosa. Las ensaladillas rusas, más o menos ilustradas (algunas incluso con marisco), eran magníficas.

Los filetes empanados, un monumento; yo creo que todos los que tenemos cierta edad hemos disfrutado de excelentes filetes empanados, por supuesto fríos, en el campo o la playa: son parte indeleble de los mejores ratos de nuestra juventud. Y qué decir de la merluza frita fría: un monumento gastronómico.

Comíamos muy bien, y comíamos –la edad– mucho. Luego, el reposo y el retozo en la arboleda antes de regresar, cuando la tarde iniciaba su caída, a darnos un último baño en el mar. Y vuelta a casa, felizmente apiñados en el Mini o nuevamente en el autobús, según dónde anduvieran los de Tráfico; una escala para tomar un par de vinos... y a casita.

Tan felices. Todavía no nos había invadido la fiebre de la barbacoa. Ni la teníamos, ni falta que nos hacía. Sólo nos faltaba, con los calores que se pasan en la playa, ponernos a sudar luego para asar unas chuletas. Ni se nos pasaba por la imaginación, ni nos lo hubieran permitido nuestras amantísimas aspirantes a suegra, que hacían de la comida playero-dominical de los novios de sus hijas casi una cuestión de honor.

La cesta de picnic es una institución lamentablemente perdida, cuya recuperación podría evitar más de un disgusto y hasta alguna tragedia. Nosotros comíamos a las mil maravillas sin necesidad de encender ningún fuego; sólo el de los cigarrillos, que apagábamos con cuidado de no prender en las agujas de pino que tapizaban el suelo.

Hoy, ya ven, la cesta de picnic ha desaparecido casi por completo. Ya a casi nadie se le ocurre preparar la intendencia de la excursión de víspera; parece que todo el mundo siente la imperiosa necesidad de comer caliente incluso en medio del bosque.

Ya sé que ni la ensaladilla, ni la empanada, ni la tortilla, ni la merluza frita ni los filetes empanados son platos de cocina "de autor". Ni falta que les hace; ya vieron lo que le pasó a la tortilla cuando cayó en manos de los vanguardistas. Pero es que hoy podemos llevar de picnic hasta cuidadísimas cajitas con un sushi variado, con todos sus elementos, wasabi y salsa de soja incluidos, si queremos variar el menú.

Habiendo esas cosas tan ricas frías como calientes... ¿para qué encender fuego en el monte? Cada vez, por lo que se ve, escasea más ese sentido que no sé por qué llamamos común, porque lo es menos cada día.

© EFE
0
comentarios