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COMER BIEN

Piel de lenguado

El recientemente desaparecido maestro y amigo Luis Bettónica me contó alguna vez una de sus comidas, en Vigo, con Álvaro Cunqueiro. Siempre me quedé con la copla de que, en cierta ocasión, el escritor gallego le propuso al catalán: "Vamos a hacer una comida inteligente".

El recientemente desaparecido maestro y amigo Luis Bettónica me contó alguna vez una de sus comidas, en Vigo, con Álvaro Cunqueiro. Siempre me quedé con la copla de que, en cierta ocasión, el escritor gallego le propuso al catalán: "Vamos a hacer una comida inteligente".
Álvaro Cunqueiro.
La hicieron, ya lo creo que la hicieron. Se fueron a toda una institución de la ciudad olívica, El Mosquito, en la típica Plaza de la Piedra. Antes de tomar asiento ante su mesa, recorrieron, como es tradicional, el barrio, adquiriendo alguna que otra docenita de ostras –docena de trece, como está mandado– y haciéndoselas abrir y servir, con vino del país, en alguna de las tabernas vecinas.

Luego, ya en el restaurante, pidieron para empezar unas nécoras, marisco de sabor inigualable que requiere siempre de lo que yo llamo "las tres pes" para disfrutarlo a tope, es decir, paciencia, práctica y perseverancia. Después, un lenguado cada uno. Frito. El lenguado frito es el emblema de El Mosquito; o, si lo prefieren, El Mosquito es el santuario del lenguado frito.

Tenía yo eso en la cabeza cuando, el otro día, a la hora de cenar, dirigí a unos cuantos amigos y colegas al citado restaurante. Había hambre, desde luego, que se puso de manifiesto en la cantidad de cosas que se pidieron "al centro": mejillones en escabeche, navajas a la plancha, unas magníficas croquetas de marisco, sardinas asadas y no sé si alguna cosilla más. Luego, la mayoría de los comensales optó por hacerme caso y pidió lenguado.

Se ofrece a la plancha o frito, pero ya digo que lo clásico es el frito. Son lenguados con tratamiento de vuecencia, por tamaño –son espectaculares–, frescura, calidad y punto. Yo, desde luego, disfruté muchísimo del mío; pero vi que alguno torcía el gesto, y quise saber por qué.

Pues... porque estaban fritos. Posiblemente los hubieran preferido a la plancha, por aquello de la piel "virgen"; pero para freír un pescado hay que enharinarlo por fuera, si no queremos que la piel se pegue a la sartén y queden trozos allí. Claro, una piel que se ha rebozado en harina no tendrá la textura de otra que, al ir a la plancha, no ha sido sometida a ese tratamiento.

Pero puedo asegurarles que la cosa no desmerecía para nada. ¿Que la piel así no te gusta? Pues sin problemas: se la quitas, y en paz; el interior, esas carnes blancas y prietas, es una maravilla.
 
Sucede que las pieles de pescado son, según parece, un bocado en alza; de hecho, cuando uno se la deja en el plato, especialmente si se trata de pescados planos, siempre habrá quien le advierta: "Te dejas lo mejor". Sinceramente, no lo creo; es posible que me deje un accesorio muy interesante –a mí jamás me han hecho gracia las pieles de pescado–, pero para nada "lo mejor": eso está dentro.

Sí que estoy dispuesto a admitir que la parte de la carne que está en íntimo contacto con la piel se contagia parcialmente de su gelatinosidad y es un bocado excelso; por eso nunca quiero que me sirvan esos pescados pelados, ni sin espinas; las espinas son bien fáciles de eliminar, y entre ellas o junto a ellas hay, también, trocitos de carne deliciosos. Pero no me como las espinas. Me llevo muy bien con los gatos, pero algunas aficiones suyas no las comparto.

A mí me parece que, en un pescado, la piel es sólo una parte de un todo. Me pasa un poco como con los huevos, de los que estimo que tienen dos partes de protección, la cáscara y la clara, y una muy comestible, que es la yema. Por eso me extrañaría que alguien me ofreciese un plato cuyo protagonista fuese la cáscara del huevo, como no hace tanto me ofrecieron uno en el que ese papel recaía en la piel de rape. También hay quien sirve los ojos del mismo pescado como una exquisitez por sí misma y... qué quieren que les diga.

Al final, mis compañeros de mesa en Vigo acabaron por reconocer que los lenguados eran magníficos... aunque se quedara alguno con las ganas de hincarle el diente a su piel. Ya digo que son gustos que respeto; tampoco entiendo bien a la gente –son legión– que en la pescadería pide que le quiten la piel a los lenguados y se llevan a casa sólo los filetes, dejando allí esa raspa que genera uno de los mejores fondos de pescado imaginables y abandonando al gato del pescadero esa exquisitez que son las huevas, cuando las hay.

Vaya por delante que yo, con las espinas en general, soy del pelotón de los torpes; pero el lenguado quiero que me lo sirvan entero: con espinas y piel, que ya le sacaré yo si no me apetece, y con cabeza: cuántas veces, al darle la vuelta, descubrí que el presunto lenguado no era tal, sino uno de sus muchos imitadores.
 
Resumiendo: que los lenguados de El Mosquito justifican un viaje, que lo clásico es tomarlos fritos y que la piel, en ese caso, deja de ser un accesorio apetecible para muchos para convertirse en una especie de suma de cáscara y clara de huevo: un elemento de protección de lo que verdaderamente está impresionante, que es lo de dentro. Pero, claro, para gustos se pintan colores.
 
 
© EFE
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