Menú
MEMORIAS ERRÁTICAS

Regreso al viejo y feo mundo

No estaba la carta de mi amigo el periodista en la residencia de los Pineda. Aquella que debía haberme provisto de una acreditación y, sobre todo, de una justificación para seguir perdiendo el tiempo en Manila. Perderlo, sí, pero por alguna causa, por absurda que fuera.

Pero no había carta, ni por lo tanto excusa. El rumbo seguía al albur del viento que soplara. Y en aquel septiembre, que allí era igual que julio o mayo, el aire se movía hacia el oeste.
 
Jim no era un viajero, como yo lo había sido y todavía, aunque con ímpetu menguante, seguía siendo. El periplo que habíamos hecho juntos había tenido para él motivos concretos y razonables. Iba en busca de experiencia profesional, de prácticas que avalaran su título, y había elegido lugares donde conocía a gente que podía echarle una mano. No había querido ir a Australia, como yo había propuesto, lo que hubiera sido un viaje a la aventura, a ver qué le salía a uno al encuentro.
 
Para él, aquel viaje a Nueva Zelanda y Filipinas era una excursión; una un poco larga, sí, pero se sobreentendía que tras ella uno volvía a su sitio, a sus ocupaciones, a la vida que había quedado suspendida durante unas semanas, unos meses, casi un año. Yo no iba a retornar a nada de eso, ni falta que hacía. El inevitable regreso a Europa me parecía más desagradable que otras veces, pero era simplemente otra estación, otra parada en el trayecto.
 
Pasé las últimas semanas en Manila con la sensación de no estar en la ciudad. A veces, uno se evade anticipadamente de los lugares de los que se va a marchar, pero el caso era distinto. El caso era que Manila no estaba donde yo estaba, pero sabía dónde estaba.
 
Manila estaba entre el rastro polvoriento de los jeepneys que surcaban el centro, parando aquí y allá para recoger y soltar su lastre de viajeros. En el constante fluir de la corriente humana, que lo mismo entraba en el viejo frontón que en el moderno centro comercial de Makati. En la red de callejuelas de Ermita, que atrapaba al forastero en las luces rojizas de sus clubes. En la aglomeración china de Quiapo, con sus jugadores de majong, sus tiendas oscuras y sus hoteles para short time.
 
Estaba en los vendedores que pasaban el día sentados en el suelo frente a sus montoncitos de mangos; en las mujeres que vendían hierbas y ungüentos mágicos en la plaza de la catedral; en los conductores que paraban para comprarle un par de cigarrillos mentolados al ambulante que ofrecía tabaco; en los chicos y chicas que patinaban de noche en la pista del Luneta Park; en los pequeños parlour bars que ofrecían sus cuatro platos de comida hechos al amanecer, y su máquina de discos.
 
La Manila que yo conocía era la de la primera vez, y estaba distante. Tanto, que no la encontraba cuando volvía a entrar en el cogollo de la urbe. "Nunca mires dos veces", la admonición que había pesado desde el principio sobre aquel viaje, al final no se había cumplido. No del todo. Yo no había mirado más que una vez. Y tal vez por ello, de aquellas últimas semanas en Manila no recuerdo nada especial; el espacio en blanco parece cubierto por la rutina diaria y las mañanas en el pequeño porche de los Pineda, donde continuaba leyendo periódicos y algún libro, abandonado ya el intento de aprender tagalo que tanto había divertido al dueño de la casa.
 
Y de nuevo, un vuelo largo y el shock del reencuentro. En el aeropuerto de Frankfurt me sorprendió el aspecto de la gente. ¡Qué feos eran casi todos! Los centroeuropeos sostenían mal el contraste con los filipinos. El estado moral de Europa se me apareció encarnado en los pobres o no tan pobres viejos, que renqueaban por el aeropuerto con aspecto ido, supervivientes de una época en que la gente se mataba a trabajar. En todo caso, tanto trabajo y tanto sacrificio ¿valían la pena? Nos olvidábamos de que nosotros vivíamos como queríamos gracias a ellos.
 
No tenía ningún afecto por Ginebra, más bien lo contrario, en la medida en que solemos tratar a las ciudades como si fueran personas, que resultan simpáticas o antipáticas, y como si tuvieran un carácter, que lo tienen. El de Ginebra lo había catado brevemente, y en esa primera impresión me pareció que se lo tenía muy creído.
 
La familia de Jim vivía en las afueras de Ginebra, en un piso de una urbanización construida junto a una zona de bosques y campos. Ninguno de los hijos vivía allí en aquel momento, de modo que sitio había para una acogida de emergencia. Para qué, si no estaban los padres. La familia tenía una amiga que trabajaba en la Cruz Roja, institución muy ligada a Suiza y cuya sede central estaba en Ginebra. ¿Acaso no podría yo, que sabía idiomas, tenía una carrera, y experiencia como periodista, ser un buen fichaje para aquel organismo?
 
Se hicieron y se enviaron currículos, convenientemente purificados de las cosas inexplicables –¿un año en Suramérica?, ¿un viaje por el Sáhara?–, pero, inexplicablemente para mis mentoras, la Cruz Roja no me contrató. La labor de ingeniería curricular no había tenido éxito.
 
Los trabajos accesibles eran de otro estilo. Jim encontró enseguida un empleo como pintor de brocha gorda. Y yo puse anuncios por la urbanización ofreciéndome como baby-sitter. No las tenía todas conmigo: los niños no se me daban bien, no sabía cómo tratarlos y, por lo general, no los soportaba, pero la necesidad obliga. Me llamaron una vez para que atendiera una noche a dos niños mientras los padres salían a cenar. Cuando llegué estaban casi acostados, y poco hube de hacer, salvo estar de vigilante. Unas horas después, unos agradecidos padres me pagaban por no haber hecho nada. Me pareció un buen negocio, pero nadie volvió a requerir mis servicios.
 
Mi siguiente trabajo temporal fue en la vendimia. En la zona rural próxima a la urbanización había viñedos, y desde allí pedían, mediante anuncios en la prensa, mano de obra. Allá fui, y me enrolaron en el grupo, que se dividía el trabajo de forma que hoy llamarían sexista. Las mujeres cortábamos los racimos de uva, que era blanca, y los echábamos en unas cestas que los hombres se encargaban de recoger. La única extranjera del grupo era yo. El resto procedía de aquel pequeño pueblo de las afueras de Ginebra.
 
Los del viñedo nos asistían con un tentempié importante a mitad de curro, y el final de la vendimia, que fue a los pocos días, se celebró con vino. No pagaban mal, y era agradable estar al aire libre. El tibio sol otoñal no hacía presagiar la clase de invierno que se nos venía encima.
 
 
Pinche aquí para leer las entregas anteriores de MEMORIAS ERRÁTICAS.
0
comentarios