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NUEVA EDICIÓN DE LA ÉTICA

Spinoza, ahora

Van para cuarenta años de mi encuentro con la Ética de Spinoza. Anotarla ha sido, pues, anotar mi vida. Lo único que cuenta de mi vida. Si es que algo cuenta: hoy, lo dudo. Monólogo nada fácil de sostener en el silencio, cada día que pasa más cerrado, de la biblioteca.

Van para cuarenta años de mi encuentro con la Ética de Spinoza. Anotarla ha sido, pues, anotar mi vida. Lo único que cuenta de mi vida. Si es que algo cuenta: hoy, lo dudo. Monólogo nada fácil de sostener en el silencio, cada día que pasa más cerrado, de la biblioteca.
Baruch Spinoza.
Más de una vez, en estos cuatro últimos años de trabajo, decidí abandonar el encargo de la editorial Tecnos. Cada una de esas decisiones era irrevocable. Mi vida no me interesaba: ¿a quién en su sano juicio puede interesar eso, pasados los cincuenta? No me interesa. La Ética, sin embargo, sí. Y en esa frontal paradoja se me fueron tiempo y ojos sobre la pantalla del ordenador. Nunca he salido del todo de la biblioteca. Aunque tantas de mis horas hayan surcado sitios tan ajenos. Nunca he salido de la biblioteca. Menos que nunca, cuando creí abandonarla.
 
La Ética no quiere ser fragmento o espejo del universo. Es universo. ¿Cómo puede glosarse el infinito?
 
Yo he anotado la Ética en vagones de metro que cruzaban París de Neuilly a Vincennes hace treinta y cinco años, en hoteles de una noche, en largos vuelos transatlánticos, que imponen un paréntesis al mundo donde nada de uno mismo permanece, en oscuros despachos de desconchadas paredes, sobre mesas que devora el polvo, en playas más cegadoras que ninguna luz soñada, en el intervalo muerto de una cafetería de la plaza Edmond Rostand entre dos citas, en una sombría chambre de bonne junto a Boulogne-Billancourt, en la casi ceguera que queda tras la noche en blanco de los días de exámenes, anfetas y diecisiete años, en un banco del Luxemburgo, buscando un parapeto huidizo cuando el tiempo corría demasiado despacio, anclado a su inmovilidad grave cuando el vértigo de los relojes revestía el aliento entrecortado de algunas de las imágenes de Jean-Luc Godard, acotando como un metrónomo las pocas horas en que fui feliz (o me inventé serlo, es lo mismo), las muchas en que no.
 
Desde hace veintiséis años, el ejemplar sobre el cual anoté ha sido el mismo: la primera edición en la Editora Nacional de la traducción que hizo Vidal Peña. Cuatro o cinco veces ha visitado al encuadernador. Ahora, se me deshoja a cada página que paso y que subrayo de nuevo. Salvo por una mínima errata (afecto por efecto en el escolio de la proposición IV de la Parte V), que sobrevivió a los sucesivos correctores y las numerosas reediciones, es perfecta. La osadía de soñar mejorarla está excluida. Para quien sepa, al menos, lo que se trae entre manos.
 
[...]
 
Pensar sin utopía
 
El recelo hacia las derivas utópicas marca el nacimiento de ética y política, modernas, sobre la consigna lanzada por Maquiavelo: "conocer el tiempo y el orden de las cosas y acomodarse a ellos". A ese llamamiento a favor de una desengañada cautela (...) tendrá que dar concepto el siglo XVII.
 
¿Es pensable una ética que se ajuste a las solas exigencias de la razón? ¿Y una política? No otro es el envite cuya entidad dibujará Spinoza al comienzo de esa inacabada prolongación de la Ética que quiso ser el Tratado Político. "Si la naturaleza humana estuviera dispuesta en el modo adecuado para hacer vivir a los hombres bajo el solo imperio de la razón, sin tender a cosa otra alguna, entonces el derecho de naturaleza... no estaría determinado más que por la potencia de la razón. Pero...".
           
Y en ese pero se juega el primordial antiutopismo spinoziano: ... pero ... no es el intellectus quien rige las relaciones humanas. Muy al contrario: "los hombres son conducidos más por el deseo ciego que por la razón". La política no apuntará, pues, a establecer entre los individuos relaciones verdaderas: no concierne la verdad a la política. Lo suyo es descifrar y manufacturar las estrategias afectivas que tejen la determinación de las mentes. "De ahí que la potencia natural de los hombres (es decir, su derecho) deba ser definida, no por la razón, sino por todo apetito que los determine a actuar y mediante el cual se esfuercen por conservarse". No será, así, la política, virtud de esa potencia autodeterminativa del hombre libre a la cual Spinoza llama –con ambigüedad calculada– amor intelectual de Dios. No podría serlo, a no ser que se ignore hasta qué punto "los deseos que no provienen de la razón son más bien pasiones que acciones humanas".
 
La fundamentación conceptual de lo político, y las paradojas que, al cabo, de ello resultan, han sido tópico mayor de la filosofía del siglo XVII. En el límite, recae sobre los arquetipos paralelos de Pascal y Spinoza el mérito de haberle dado sus formas extremas: las menos plegadas a componenda programática. Desde sus respectivos desiertos personales, el paradojista de Port-Royal y el óptico de Rijnsburg han asentado los límites irrebasables en que pensar lo político encierra al hombre moderno. Hasta nosotros.
 
[...]
 
(...) aun cuando se tan raro "que los hombres vivan bajo la guía de la razón", aun cuando "tan pronto cuanto dejan de padecer dejen también de ser", esa insostenible soledad de los hombres habrá impuesto a la política spinoziana su trágico envite: organizar las cosas "de manera que de la sociedad común de los hombres" nazcan "muchos más beneficios que daños". Pero la beatitud se juega en otro sitio. Allá donde ese zarandeo por las "causas externas", mediante el cual la "casi inconsciencia" de nosotros mismos nos despoja del "verdadero contento del ánima", cede ante una apuesta muy otra:
El sabio..., considerado en cuanto tal, apenas experimenta conmociones del ánimo, sino que, consciente de sí mismo, de Dios y de las cosas con arreglo a una cierta necesidad eterna, nunca deja de ser, sino que siempre posee el verdadero contento del ánimo. Si la vía que, según he mostrado, conduce a ese logro parece muy ardua, es posible hallarla, sin embargo. Y arduo, ciertamente, debe ser lo que tan raramente se encuentra. En efecto: si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo podría suceder que casi todos la desdeñen? Pero todo lo excelso es tan difícil como raro.
 
NOTA: Este texto es un fragmento editado del epílogo de GABRIEL ALBIAC a la edición de la ÉTICA DEMOSTRADA SEGÚN EL ORDEN GEOMÉTRICO que acaba de publicar la editorial Tecnos.
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