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VUESTRO SEXO, HIJOS MÍOS

Sufre, mamón

Dulces copulantes: Os escribo embelesada y satisfecha. Hasta ahora sólo presumía, aunque humildemente, de ser una virtuosa del silbido, pero hoy me siento tan pletórica que me ahogo en mi faja reductora y anticelulítica.


	Dulces copulantes: Os escribo embelesada y satisfecha. Hasta ahora sólo presumía, aunque humildemente, de ser una virtuosa del silbido, pero hoy me siento tan pletórica que me ahogo en mi faja reductora y anticelulítica.

Yo vivo ajena a internet porque estoy un poco apaletada, pero me han puesto sobre aviso y resulta que ¡hasta tengo club de fans! Mi vida cobra un nuevo sentido porque, en un estilo más modesto, soy como Raphael. Ya sólo por eso, podéis consideraros todos besuqueados.

Y, continuando con lo del otro día, os diré que quedar malgrabado sexualmente jeringa un horror. Si eres fetichista, tu objeto sexual particular tiende a mantenerte aislado en tu propia y especializada fijación, imposible de compartir. Para un fetichista de guantes, nada tiene de particular el par de zapatos de tacón que seduce a otro. Además, lo normal es que el pánico a parecer un bicho raro te mantenga calladito.

Yo sólo he conocido a un individuo que podía pasar por fetichista, aunque, por lo demás, parecía bastante soso. Era un ladrón de bragas. No le valía cualquier cosa, sino que tenían que ser de esas bragas brutales, de trote, algodonosas, blancas y viejas. Siempre llevaba alguna en el bolsillo, y cuando se tomaba una copita de más acababa poniéndosela en la cabeza. Yo creo que era una perversión muy pequeñita. Al fin y al cabo, llevar una braga en la cabeza es casi como llevar un guardapelo en el canalillo.

Hay fijaciones especialmente dolorosas en el sentido literal de la palabra. Es el caso del masoquismo. Ahí tenemos a Jean-Jacques Rousseau, que describió su malgrabación en sus Confesiones. En 1720, cuando tenía ocho añitos, cometió una desobediencia, sin imaginar –criatura– que ese pecadillo le llevaría a otros mucho mayores. Por ser niño malo, la gobernanta mademoiselle Lambercier, tomó la decisión de azotarlo. Curiosamente, la experiencia le pareció al niño muy requetebién,

pues había encontrado en el dolor, e incluso en la vergüenza, un elemento de sensualidad que me dejó más deseo que miedo de volver a repetir la experiencia.

Y, efectivamente, la experiencia se repitió una segunda vez, pero ya fue la última, porque la gobernanta se dio cuenta del placer que causaba. Y las gobernantas no son criadas para todo. A partir de aquellas azotainas, buscaba la compañía de las chicas e intentaba que ellas jugaran a ser madrastras o maestras y afirmaran su autoridad sobre él castigándolo. Vaya, creo que a todas las niñas de mi colegio les hubiera gustado ese juego tan divertido.

Rousseau fue masoquista antes de que naciera Leopoldo von Sacher-Masoch, que vino al mundo en 1836 para darle su nombre a esta desviación. Su ciudad natal, Lvov, pertenecía entonces a Austria. Don Leopoldo descendía de una noble familia española y su padre era jefe de policía. Ya de pequeño era rarito, le gustaba deleitarse con escenas crueles y soñaba que una mala mujer lo torturaba. Pero lo que le malgrabó para siempre fue jugar al escondite, que, en esto del sexo, es un juego que ha dado mucho juego (perdón por la redundancia).

El niño Leopoldín se encontraba en casa de una hermosa y frívola parienta de su padre –condesa ella– escondido en el dormitorio, detrás de los vestidos colgados, cuando entró la señora de la casa con su amante y empezó a hacer el amor en un sofá. De repente irrumpió el marido en el cuarto seguido de dos amigos, pero aquella especie de amazona no se arredró. Le pegó tal puñetazo al señor conde que le hizo tambalearse. Luego cogió un látigo y empezó a fustazo limpio con los tres molestos intrusos, mientras el amante huía despavorido. En el fragor de la batalla, el soporte de los vestidos se descolgó con estrépito, dejando a Leopoldín con el culo al aire, en el buen sentido. La condesa le tiró al suelo y le arreó duramente con el látigo. Pero el pobrecito, a pesar del dolor, experimentó un extraño placer. Mientras tanto, volvió el marido, ¡y el muy cornudo se arrodilló para pedir perdón! Eso dio oportunidad al niño para salir pitando, no sin ver, por el rabillo del ojo, cómo la dama pateaba al genuflexo.

La puerta se cerró tras él, pero, a través de ella, oyó el látigo restallar al ritmo de los gemidos del señor conde. Dicho así parece hasta gracioso, pero la suerte del pobre niño quedó echada para siempre.

Sacher-Masoch se casó dos veces. Su primer matrimonio fracasó porque se pasaba la vida suplicando a su mujer que le fustigase, y cuando se negaba llamaba a la criada, que ésta si que era criada para todo, y se hacía azotar en presencia de aquélla. Por fin su señora esposa dio su brazo a torcer y aprendió a complacerle; pero, claro, estas personas tan sofisticadas empiezan primero pidiéndote latigazos y acaban suplicando que les pongas los cuernos, y como la buena señora no estaba por la labor, él mismo puso un anuncio en el diario local para buscar un joven vigoroso que hiciera el papel.

Evidentemente, en su ánimo estaba repetir la escena del dormitorio de la condesa. Ese fue el final de su matrimonio. En cambio, parece que su segunda esposa le hizo dichoso.

Realmente, Sacher-Masoch era un buen hombre. No tenía vicios menores, sólo mayores, y era cariñoso con los niños. Tampoco era un hombrecillo insignificante, no vayáis a pensar, porque combatió con el ejército austriaco en la guerra de la independencia italiana.

Donatien Alphonse François, marqués de Sade, fue harina de otro costal. Nació en 1740 en París y murió con los tornillos flojos en el asilo de locos de Charenton. Siendo un jovencito sirvió en el ejército francés, donde llegó a oficial. Ahí se conoce que zurraban mucho, porque le nació la vena perversa y disoluta. Se casó joven, pero, dando de lado a su santa, mostró clara preferencia por la criada. En su novela Juliette idealiza esta relación. Pero la criada pasó a mejor vida y ya nada le pudo frenar.

Sade se sentía especialmente inspirado cuando flagelaba con ramas de abeto, practicaba incisiones con cuchillo y echaba cera derretida en las heridas (¡eso duele!). Así lo hizo con una mendiga, a la que ató a la cama porque no era partidaria de someterse. También era propenso a las orgías, en las que medía las costillas a las prostitutas después de darles un afrodisíaco. Como se pasó un pelín, lo metieron en la trena, donde se dedicó a escribir, pues era un libertino muy culto. Y escribió cosas tan terribles como ésta: "Cada hombre quiere ser un tirano cuando fornica". Jopé, ¿será cierto eso?

A Sade se le atribuye el mérito de ser el primero en descubrir la importancia del sexo en su vertiente patológica. "Si en el mundo existen seres cuyos actos chocan con los prejuicios aceptados, no debemos predicarles ni castigarlos (...) pues sus raros gustos dependen tanto de ellos como ser ingeniosos o estúpidos, bien hechos o jorobados". Descanse en paz.

Estos tres caballeros tenían muchas cosas en común. Eran inteligentes, sensibles, cultos y de clase alta. Fueron víctimas de la penosa costumbre de los duros castigos físicos y las humillaciones, que a menudo eran aplicados por niñeras, criadas, maestros y gobernantas, sin tener en cuenta que el aprendizaje traumático, a esas tiernas edades, puede llevar consigo una malgrabación sexual. Compadezco, además, a las pobres esposas que no estaban iniciadas en el arte de la flagelación ni le encontraban el morbo a la cosa. Y es que un individuo sádico sólo debe emparejarse con un masoquista; y viceversa.

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