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MEMORIAS ERRÁTICAS

Verano en invierno

La atmósfera del restaurante se me iba haciendo irrespirable, y no por lo humos de la cocina. El trabajo de camarera era la parte más agradable, pero no pude compartir por mucho tiempo la rutina a la que se entregaban Hugo y Jim.

La atmósfera del restaurante se me iba haciendo irrespirable, y no por lo humos de la cocina. El trabajo de camarera era la parte más agradable, pero no pude compartir por mucho tiempo la rutina a la que se entregaban Hugo y Jim.
Un señor, haciendo tai-chi en Tahunani Beach (www.bucketfountain.com).
Se pasaban el día metidos en el bistró, encantados de pasar las horas libres despellejando a los neozelandeses y viendo malas películas en la tele. De modo que me hice mi propia rutina, alejada de la suya, y ello gracias a la bicicleta que me iba a prestar Paul, uno de los pocos kiwis con los que Hugo había hecho migas.
 
Con aquella bici pintada de negro, una antigualla pesada pero sólida, salía por las mañanas de Nelson y, por la curvilínea carretera costera, que llevaba el nombre de Tahunanui Road, llegaba hasta una de las playas más próximas. Era una playa semisalvaje, solitaria los días laborables, y en sus cercanías sólo había un local, una especie de cafetería que regentaban la hermana de Paul y su marido.
 
Paul era un tipo viajado; se había movido por los Estados Unidos y allí había conocido a la que sería su mujer, una norteamericana que se había trasplantado a Nueva Zelanda sin aparentes fricciones. Rose, la hermana de Paul, también se había casado con un extranjero, un británico de aspecto muy formal y gran aficionado al golf, deporte que seguía practicando en Nelson. Parecía que la juventud neozelandesa buscaba sangre foránea con la que juntarse. Otro ejemplo era Laura, que había ido a Europa y se había traído de allí ni más ni menos que a un ginebrino, nuestro chef.
 
Una kidney pie (foto: Scanpix).Rose era un prototipo de la mujer neozelandesa que me encontraría en las islas. Su aspecto era dulce y frágil, pero había trabajado en un sector muy duro, la pesca. Durante algunos años se había ganado el pan embarcada en un pesquero, cocinando el rancho de los tripulantes. Había pasado por momentos de peligro, cuando el mar estaba embravecido y las olas arrasaban la cubierta del pequeño barco. Ahora cocinaba en un lugar más seguro. La especialidad de su chiringuito eran las muy británicas kidney pies, las empanadas de riñones. Algún fin de semana trabajé con ellos, despachando pies y sándwiches en su negocio.
 
La playa y la bicicleta fueron mi refugio durante aquel verano. Cuando estaba tomando el sol, me acordaba de que en Basilea y en Berlín mis amigos andaban cubiertos de abrigos. Había estado en los trópicos, pero allí no hay estaciones, salvo que así quiera llamarse a las épocas lluviosa y "seca", de modo que el contraste era de otro tipo. La inversión de las estaciones entre los hemisferios Norte y Sur tenía un halo misterioso y juguetón y yo me complacía en recordarla, como el viajero que piensa en la excepcionalidad del lugar donde se halla y disfruta de la sensación de sentirse lejos.
 
Nelson, villa costera con puerto deportivo, recibía en verano población flotante, y nunca mejor dicho. Una noche aparecieron por el restaurante los tripulantes de un velero que había fondeado allí, y resultó que uno de ellos era español, el primero con el que me toparía en nuestros antípodas. Como otras veces, se me hizo raro volver a hablar en mi idioma. El hombre y sus compañeros se dedicaban a la vela de competición y andaban de travesía por los océanos. No subiría a su velero, pero sí a otro, el de los padres de Laura, donde comprobé una vez más, por la bahía de Nelson, que no reunía yo ninguna de las condiciones para ser buen marinero.
 
La Bluehouse tuvo aquel verano como "estrella" invitada a un chef francés que durante unos días hizo allí alarde de su técnica. Era uno de esos cocineros con sentido del espectáculo, bien al contrario de Hugo, que representaba más el clásico tipo encerrado en la cocina, huraño y resentido con la clientela. Aquel chef salía de la cocina con su gorro blanco y su uniforme inmaculado, y epataba a los comensales pueblerinos preparando a la vista de todos, con gran aparato, los crepes Suzette. Cuando hacía flamear el licor, el público coreaba ohs y ahs de admiración, y él, como un director de orquesta, se inclinaba para agradecer el aplauso.
 
Hugo y, más que él, su mujer trataban de levantar el negocio con éstas y otras iniciativas. Una temporada les dio por adornar los platos con flores comestibles; los clientes apreciaban la estética, pero se resistían a probar la nueva delicatessen. Luego, Laura bautizó la tarta de manzana corriente como spanish apple pie, en razón de que yo, en mis tiempos de pinche, había introducido alguna variación en la receta habitual. Esperaba que el nombre incitara a los clientes a pedirla, y más de uno picaba. Cuando un cliente me la pedía, engatusado por el nombre, tenía la sensación de que le estafábamos.
 
El parque Abel Tasman.Hacia el final del verano, se le ocurrió a la mujer de Hugo que yo debía atender el comedor vestida de flamenca. Eso, pensaba, atraería a la gente, saldría incluso en la prensa local y sería, en fin, un buen golpe publicitario. No le dije que no, en parte porque tenía la certeza de que iba a resultar muy difícil encontrar un traje de lunares y volantes en Nelson. Y así fue. Ni en la tienda de disfraces que había en la ciudad lograría hallar algo parecido. El ya próximo fin de su embarazo evitaría la aparición de nuevas ideas y males mayores.
 
En marzo llegaron las primeras lluvias y regresó el gusanillo del movimiento. Jim no había hecho en Nelson nada relacionado con la agricultura. ¿Hacia dónde ir? Mientras eso se cocía lentamente, yo me decidí por visitar el parque de Abel Tasman, una reserva en la que se mantenía la vegetación primigenia de la isla. Me proponía acercarme hasta allí en autostop, pero el marido de Rose me disuadió. No hacía mucho que habían asesinado a una autostopista. Así que cogí el autobús, en el que iban sólo otros dos viajeros.
 
Entré en la reserva sin mapa ni guía, y durante varias horas caminé bajo los árboles y los helechos gigantes, siguiendo pequeñas sendas. Anochecía cuando llegué a una minúscula playa, de arena anaranjada, en la que desembocaba un riachuelo. Una umbrosa vegetación de árboles de troncos mohosos y de pongas llegaba hasta la arena misma. El lugar tenía el aire sobrecogedor de un templo abandonado.
 
Até entre dos troncos la hamaca que me había llevado para dormir. Sabía que no había animales dañinos en aquella zona. Por no haber, no había siquiera arañas, o eso decían. La fauna original de Nueva Zelanda era, según contaban, menos peligrosa que la del Paraíso Terrenal. Y, en teoría, no debía de haber tampoco por allí ningún ejemplar de la única fauna dañina que podía acechar a un visitante solitario: la humana. Pero la noche es el momento en que los pequeños ruidos se agigantan, y, entre eso y la potente luz lunar, me ocurrió lo que suele pasar cuando se duerme al raso, y es que no se pega ojo.
 
Al día siguiente encontré una cabaña, y en ella un mapa; la playita donde había pasado la noche se llamaba Observation Beach. Los visitantes utilizaban la cabaña para alojarse. Por mi empeño en no hacer caso de guías ni señales, la descubrí cuando ya no me hacía falta.
 
 
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