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CÓMO ESTÁ EL PATIO

Zapatero y el materialismo legislativo

Un rasgo distintivo del progresismo es su desprecio hacia el orden natural de las cosas. No se trata de algo casual, sino de un requisito necesario para su plan de transformar la sociedad en función de patrones ideológicos. Al progre de izquierdas no le gusta la realidad ni la forma en que la sociedad se organiza espontáneamente, de ahí su propósito permanente de subvertir los valores en que se fundan las relaciones humanas.

Un rasgo distintivo del progresismo es su desprecio hacia el orden natural de las cosas. No se trata de algo casual, sino de un requisito necesario para su plan de transformar la sociedad en función de patrones ideológicos. Al progre de izquierdas no le gusta la realidad ni la forma en que la sociedad se organiza espontáneamente, de ahí su propósito permanente de subvertir los valores en que se fundan las relaciones humanas.
Pero esta tarea de subversión necesita revestirse de cierta legitimidad bajo el imperio de la democracia, porque de lo contrario la injusticia del abuso se haría demasiado evidente. Las leyes –o, más específicamente, el Boletín Oficial del Estado– son el instrumento de que se valen para legitimar las tropelías que cometen desde el poder.
 
Para la mentalidad democrática, es decir socialdemócrata, el hecho de que una decisión del gobierno se convierta en material legislativo y aparezca en el boletín oficial correspondiente es la garantía de que el contenido de la misma es bueno para los ciudadanos, que no tienen más opción que el acatamiento, si no quieren ser considerados unos peligrosos intolerantes. En el currículum de la nefasta asignatura "Educación para la Ciudadanía" se establece específicamente el derecho positivo como fuente de moral ciudadana, suceso que en la tradición jurídico-filosófica occidental aparece, como una enfermedad, bajo los regímenes totalitarios. De hecho, la filosofía del derecho o el arte de lo justo (jurisprudencia) no sólo distingue entre legitimidad y legalidad o entre legal y justo, sino que advierte muy seriamente de que las decisiones jurídicas adoptadas incluso por una cámara de representantes elegidos democráticamente constituyen en muchas ocasiones una vulneración de los derechos civiles de las minorías.
 
Ante el gobierno democrático, toda limitación estatal se derrumba bajo esta ficción: el hecho de que el político deba rendir cuentas ante un parlamento elegido por sufragio hace innecesaria cualquier limitación, por lo que las salvaguardas tradicionales que mantenían los derechos y libertades individuales a salvo de la intromisión estatal no son precisas.
 
Zapatero se escuda en esta suerte de materialismo legislativo para eludir cualquier responsabilidad moral respecto al resultado de su política (la ética de la convicción convertida en sumo principio moral de la democracia). Sobre el aborto no se pronuncia personalmente, salvo para exhibir una sentencia del Tribunal Constitucional que validó la ley actual, como tampoco lo hace sobre la grave cuestión de las familias que no pueden escolarizar a sus niños en el idioma materno, como ocurre en varias regiones españolas. Según Zapatero, hay leyes autonómicas que garantizan la enseñanza del castellano, luego cualquier otra apreciación sobre la forma en que se aplican, o sobre si en el propio texto legislativo se vulneran derechos básicos, carece de relevancia.
 
Con el nuevo estatuto catalán ocurrirá exactamente lo mismo en cuanto el TC se pronuncie favorablemente sobre su contenido. La evidencia de que esta norma dinamita el orden constitucional y establece una discriminación abusiva entre aquella comunidad y el resto de España no interpela su conciencia como gobernante, cuyo primer deber es garantizar el bien común. Todo queda reducido a una decisión jurisdiccional, tomada además en órganos en los que funciona milimétricamente la lógica partitocrática, de tal forma que conceptos como bien común, igualdad, solidaridad, justicia o derechos civiles quedan completamente eliminados.
 
Zapatero.Aquí se pone de manifiesto la perversidad política de Zapatero, pero con todo esto es mucho más grave que el fenómeno subyacente a toda concepción positivista del Derecho: la impotencia de la ley. Mas lo de ZP no es sólo positivismo rampante, sino algo peor, puro materialismo, como las categorías clásicas marxistas, en este caso el darle a la ley una misión histórica, reformadora de la sociedad y de la naturaleza del hombre, según un patrón ideológico.
 
Zapatero, claro, no está solo en esta función de sustituir la lógica y el respeto a los derechos elementales. Le acompañan como cooperadores necesarios los órganos judiciales y todo un elenco de catedráticos de derecho político (ahora constitucional) que nunca antes habían caído tan bajo en lo que se refiere a conocimientos y honestidad intelectual. A pesar del abundantísimo material con que cuentan para realizar una crítica jurídico-política contundente respecto a las cuestiones más candentes de la actualidad nacional, sólo se les escucha cuando colocan una sabanita en los periódicos nacionales para dar por buena la última tropelía de las Cortes Generales o exigir cosas tan peregrinas como llevar a Aznar ante el Tribunal Penal Internacional.
 
La forma de ver la política de Zapatero es idéntica a la de los déspotas comunistas. También a ellos les bastaba con poner en el primer artículo de la ley fundamental de turno que su nación era un Estado democrático garante de los derechos civiles de la ciudadanía para saldar el expediente y convertirse en admirados defensores de la libertad.
 
Sin embargo, la izquierda sólo es partidaria de obedecer las disposiciones legales emanadas del órgano legislativo cuando está en el poder. Mientras está en la oposición no reconoce más legitimidad que la de "la calle" (antes "el pueblo"), a la que pueden llevar del ronzal gracias a su entrenamiento en la manipulación de masas, que dura ya más de un siglo.
 
Hayek denunció hace más de treinta años el peligro de que la democracia liberal degenere en tiranía si no se otorga la debida preponderancia a las tradicionales limitaciones al poder del Estado. Su advertencia es hoy, en la España de Zapatero, más pertinente que nunca.
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