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Gabriel Moris

Once años sin buscar a Caín

Han transcurrido once años. España parece haberse transformado en otro país desde aquel día. Ha dejado de confiar en sí misma.

Una mañana del mes de marzo de 2004, jueves, vísperas de elecciones legislativas, España, y la Comunidad de Madrid con ella, comenzaba la jornada laboral confiadamente, como era costumbre. Los viajeros de la hora punta matutina se dirigían a sus destinos con el talante habitual. Con sus problemas cotidianos. Viajeros de todo origen y condición. Así vivíamos los españoles hasta ese día. A las 7.42, en cuatro trenes de Cercanías se produce una serie simultánea de explosiones sin aviso previo. En los trenes no iban políticos, ni jueces ni personas relevantes que pudieran concitar odios; viajaban trabajadores, estudiantes, personas que iban a cumplir con sus deberes habituales. Con seguridad que no tenían nada que ver con las lides electorales. Eran ciudadanos de los que hacen patria y de los que sostienen el Estado y sus instituciones. Ni ellos ni nadie hubieran podido imaginar que, para muchos -incluido mi hijo-, iba a ser el último viaje de su vida terrena. Nada hacía presagiar que, a pesar de las protestas sociales (guerra de Irak, Prestige...), España, país pacífico y en paz, pudiera ser objetivo de los odios y las iras desatadas de unos asesinos de inocentes o salvadores de la humanidad. Sí, yo estoy convencido de que un crimen tan técnico no lo hacen cuatro desharrapados; un crimen así obedece a causas u objetivos previamente definidos y calculados.

Fuera como fuere, sólo los autores -por acción o complicidad- conocen su identidad. Han transcurrido once años. España parece haberse transformado en otro país desde aquel día. Ha dejado de confiar en sí misma. Ha pasado a ser un país dirigido por hombres y mujeres carentes de valores y principios. La corrupción y la ineficiencia nos han invadido por doquier. En el ámbito individual, en cambio, florecen empresarios y deportistas de valía. Parecen no querer enterarse de lo realmente ocurrido, ni de los sufrimientos generados, ni de la deuda pendiente con las víctimas y con el pueblo. Al fin, el atentado no iba dirigido contra las personas concretas que lo sufrimos. La finalidad era bien distinta. Tal vez podamos vislumbrarla si analizamos la evolución regresiva que hemos experimentado, tanto en los planos político y social como en lo relacionado con nuestra posición en Europa y en el mundo. Hemos dejado de ser "un gran país" para transformarnos en diecisiete taifas enfrentadas entre sí. Esto contrasta con la autocomplacencia y el bienestar en que aparentan vivir nuestras clases dirigentes. Ellos no parecen echar en falta a los que perdimos ese día, ni reparar en todo el dolor generado.

Los pueblos que procedemos de la cultura grecolatina y profundamente enraizados en el cristianismo, seamos o no practicantes, tenemos tendencia a interpretar los acontecimientos de nuestras vidas y de la historia con la óptica de la Sagrada Escritura. Creo que no podemos encontrar mejor paradigma para hacerlo. En numerosas ocasiones he rememorado el libro del Génesis, creo que es en el capítulo IV, en que se narra -con la literatura de la época- la muerte de Abel a manos de su hermano Caín. Según la narración bíblica, el primer fratricida cometió el crimen por envidia de la virtud de su hermano, seguramente habría otras razones pero lo que resulta evidente es que algún trastorno muy grave se produjo en la mente y el corazón del autor. Cuando el Creador le pregunta por Abel le responde no con la verdad sino con una pregunta: "¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?". Y Yaveh le conmina: "La sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra".

Se puede establecer un paralelismo entre esta narración y los muchos crímenes cometidos a lo largo de la historia de la humanidad. En el caso de los trenes de Cercanías, sólo conocemos a los abeles, los cainitas permanecen ocultos mientras preguntamos: ¿quién?, ¿por qué? ¿para qué? Ninguno de los responsables de las instituciones de nuestro Estado de Derecho, incumpliendo sus deberes y sus juramentos, y transcurridos once años del abominable atentado, hacen siquiera un mínimo gesto para desenmascarar a Caín.

Hoy he leído una frase de Friedrich Schiller: "La confianza es la madre de las grandes acciones". ¿No tendremos los españoles un déficit de ambas?

Recogiendo la fórmula del juramento realizado por nuestros representantes, podemos concluir: "Si cumplís con vuestras promesas, que Dios y la Patria os lo premien, y si no, que os lo demanden".

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