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Mandela: el hombre y el mito

La creación del mito y la incapacidad para criticar o debatir sus ideas, sus acciones, sus éxitos y sus fracasos, han hecho un flaco favor a Mandela.

La creación del mito y la incapacidad para criticar o debatir sus ideas, sus acciones, sus éxitos y sus fracasos, han hecho un flaco favor a Mandela.

Hasta hace muy poco Sudáfrica era el país más prometedor del Continente Negro, con una sólida economía. Al iniciarse el nuevo milenio acumulaba el 40% del PIB del África Subsahariana, por delante de Nigeria, con una población tres veces mayor. A pesar de la deplorable herencia del apartheid, unas sólidas instituciones respaldaron la transición hacia la democracia en 1994.

En ese momento Nelson Mandela, con un extraordinario magnetismo, se encargaba de posar ante los fotógrafos con las celebridades norteamericanas. Se metió en un papel que en ese momento era necesario: asegurar a los sudafricanos y al mundo que la transición del apartheid a la democracia iba a ser un éxito, animar a los inversores y a los turistas. Y lo consiguió.

Él era ya un icono. Después de entrar en prisión en 1964, su silueta era el símbolo de la lucha contra el apartheid, que se había convertido en una causa global. El Congreso Nacional Africano (CNA) decidió que sería su héroe y la imagen de una campaña internacional.

Desde entonces, proteger la imagen de Mandela ha sido una tarea pesada. Su cara y su nombre están en por todas partes, empezando por la moneda. Ahora que se va apagando poco a poco, hay una lucha por su legado, su imagen y esa suculenta máquina de hacer negocios. Tanto el Gobierno como sus amigos y familiares están tratando de sacar provecho del poco tiempo que le queda.

La creación del mito y la incapacidad para criticar o debatir sus ideas, sus acciones, sus éxitos y sus fracasos, han hecho un flaco favor a Mandela. Un gran hombre, pero al fin y al cabo un hombre. Y con sus pecados, por ejemplo liderar el brazo armado del CNA, convencido de que con la no violencia no se consigue nada; como no pronunciarse con firmeza sobre la epidemia del sida cuando fue presidente del país; como otorgar medallas al dictador indonesio Suharto al tiempo que promocionaba los derechos humanos; como rechazar apartarse de viejos aliados antiaparthied como Castro o Gadafi porque, como él explicaba, eran sus amigos, y ese era el único código moral que respetaba por encima de todo; y como las consecuencias públicas de su matrimonio con Winnie Madikizela.

Por supuesto, no hay que olvidar su buen hacer para unir todas las facciones e ideas dentro y fuera de su partido para llevar a buen fin las largas negociaciones que culminaron en las primeras elecciones democráticas. Y, sobre todo, su decisión de dejar la presidencia tras su primer mandato y no perpetuarse, como alguno de sus vecinos.

Ahora, casi veinte años después, la corrupción del CNA, el altísimo desempleo, la agitación laboral, la devaluación de la moneda y la violencia hacen que Sudáfrica anhele aún más a Mandela y sus promesas de 1994, aquellas de que con el final del apartheid bastaría para alcanzar la prosperidad.

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