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COMER BIEN

Gastronomía: Las joyas del bosque

Mientras haya bosques habrá castañas, habrá setas, habrá trufas... y habrá lombrices de tierra, que seguirán atrayendo a las nórdicas becadas. Lástima que los bosques no nos ofrezcan espontáneamente el jugo del otoño, un vino tinto de categoría.

Hay semanas en las que no está uno para nada, semanas que empiezan directamente con la gripe más virulenta que uno recuerda, que se instala en casa con todo su cortejo de toses, dolores de cabeza y de otras cosas, fiebre...Y, cómo no, ausencia total de apetito. Uno hace lo que le dicen y toma un jarabe por aquí, unas pastillas por allá, un antipirético entre horas, se queda en la cama, bebe líquidos, se aburre... Lo único que no tiene son ganas de comer, aunque sabe, cómo no lo va a saber, que tiene que comer. Pero no le apetece. No está uno ni para el clásico “sopitas y buen vino”.Cuando éramos pequeños, los bosques no eran precisamente un lugar demasiado atractivo: en un bosque asaltaba el lobo a Caperucita, en otro bosque se perdía Pulgarcito, la bruja que quería comerse a Hansel y Gretel tenía su casa en un bosque... Malos sitios, pensábamos. No tan malos, conveníamos tras seguir las aventuras de aquel a quien llamamos Robín de los Bosques antes que Robin Hood o Robin de Locksley; había, por lo visto, bosques que, como el de Sherwood, podían resultar agradables... pese a los hombres del malvado Guy de Gisborne o el 'sheriff' de Nottingham.

En mi caso, la reconciliación definitiva con los bosques vino de la mano de Wenceslao Fernández Flórez, cuyo Bosque animado leí de chaval y en el que vivían seres adorables, como el topo “Furacroios”, el gato “Morriña” —fugazmente: prefería el Pazo— o, entre los bípedos, el más entrañable de los bandidos: Fendetestas. En ese bosque —la desaparecida fraga de Cecebre— había, también, setas. Las hijas de la lluvia, les llamaba don Wences. Las setas, se trate de boletos, níscalos, setas de cardo, trompetas de los muertos, rebozuelos, senderuelas y demás, son, sin duda, unas joyas del bosque de otoño; éste que acaba no ha sido malo en ese terreno.

El bosque, al menos en los bosques gallegos, hay castañas. Me encantaron siempre las castañas. Asadas, compradas en la calle una fría tarde otoñal, para saborearlas y también para calentar las manos en los bolsillos del abrigo; cocidas, con su inolvidable toque de anís; hechas puré, en grandiosas guarniciones para cerdo y caza; convertidas en “marron glacé”... El bosque da deliciosas bayas: moras, frambuesas, grosellas, arándanos... A veces, oh maravilla, hasta fresitas. Y el bosque de finales de otoño, ese bosque tapizado de doradas y crujientes hojas, alberga en su subsuelo una de las máximas joyas de la gastronomía: la trufa. Negra, por supuesto: la Tuber melanosporum, la nuestra, la del Maestrazgo, el Somontano, Navaleno... Una trufa es un mundo de aroma, la “emperatriz subterránea”, el “diamante negro de la cocina”, en palabras de ilustres gastrónomos.

Hoy está de moda la trufa blanca, la Tuber magnatum, el “tartufo bianco” del Piamonte. Me gusta, cómo no va a gustarme; pero me quedo con la negra, qué quieren; el aroma de la trufa negra me parece inimitable, mientras que el de la blanca me recuerda invariablemente el del butano. Un butano muy rico, pero butano al fin y al cabo. Y en el bosque, bajo esas hojas de oro, hay lombrices de tierra. Ustedes se preguntarán, con razón, si desvarío, porque la lombriz de tierra no es, que se sepa, ningún manjar. Bueno: depende del punto de vista. Para mí, como supongo que para ustedes, no lo es; pero pónganse en el lugar de una becada, y ya me dirán...

Que una lombriz de tierra pueda ser convertida en carne de becada es una de las mayores maravillas de la naturaleza. Y ahí está. La becada, la sorda de los vascos, la arcea de los gallegos, es quizá el mejor sabor que puede ofrecer el bosque, la mejor joya de la caza, el mayor placer del otoño tardío. Come lombrices; cómo las transforma es algo sencillamente sublime. No hay nada como una becada. Asada, desde luego, en ese punto que llamamos “á la goutte de sang”, servida sobre una tosta de pan impregnada del sabor de todas sus “interioridades”, dividida en sus correspondientes parcelas que han de incluir su cabeza, fuente de deliciosos sabores... Una becada es el bosque, las hojas de oro, el mantillo, el otoño, la leyenda hecha sabor en el plato.

Todavía quedan corzos en algún bosque: he ahí otro sabor rotundo, inmenso, puro. El corzo es, con permiso del ciervo, el rey de la caza mayor. Ya sabían lo que se hacían, ya, el lobo feroz, Pulgarcito, unas cuantas brujas y hasta la Bella Durmiente. O Robin Hood, encarnado en mi infancia por Errol Flynn y, más tarde, por el mismísimo Sean Connery, con nada menos que Audrey Hepburn como lady Marian. En el bosque están algunas de las cosas más ricas que un hombre puede poner encima de una mesa.

La pena es que cada vez queden menos bosques. Habrá que decidirse a cuidarlos, a respetarlos, a entrar en ellos con el mismo respeto con que lo hacía don Wences. Porque mientras haya bosques habrá castañas, habrá setas, habrá trufas... y habrá lombrices de tierra, que seguirán atrayendo a las nórdicas becadas. Lástima que los bosques no nos ofrezcan espontáneamente el jugo del otoño, un vino tinto de categoría; afortunadamente, nada nos impide proveernos de él en una tienda próxima, para brindar como se merece por el bosque, por el otoño, por la vida, por los sabores no contaminados.

Por el de Cecebre, y por el de Sherwood; también por el de la abuela de Caperucita. En el bosque, como en el mar, está la vida. Y para un gastrónomo en ejercicio, el bosque ofrece algunas de las cosas más ricas que puede saborear como mandan, o han mandado hasta ahora, los cánones: cada cosa en su tiempo, y un tiempo perfecto para cada cosa. Sí: decididamente, amo los bosques.
 
 
© Agencia Efe
 


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