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LIBERAL: ¿RADICAL O CONSERVADOR?

La identidad, en discusión

A lo largo de tres artículos intentaremos aportar alguna luz acerca de la siempre controvertida cuestión del ser y no ser del liberalismo en cuanto a las maneras y al énfasis que revela su manifestación pública. ¿Es el ser liberal más que nada una determinada actitud ante la realidad o comporta más bien la adopción definida de un credo político y una línea normativa de acción? ¿Le hace justicia al liberal la caracterización de radical? ¿Por qué no acaba de ajustarse al prototipo del conservador, y menos aún al del extremista?

A lo largo de tres artículos intentaremos aportar alguna luz acerca de la siempre controvertida cuestión del ser y no ser del liberalismo en cuanto a las maneras y al énfasis que revela su manifestación pública. ¿Es el ser liberal más que nada una determinada actitud ante la realidad o comporta más bien la adopción definida de un credo político y una línea normativa de acción? ¿Le hace justicia al liberal la caracterización de radical? ¿Por qué no acaba de ajustarse al prototipo del conservador, y menos aún al del extremista?
Sacar a relucir la voz "radical" o "radicalismo" en relación a la praxis del liberalismo conduce, desde una primera consideración del asunto, al encuentro con un par de capítulos históricos de no escasa relevancia. El debate sobre lo que quiera que sean las políticas radicales (políticas en el sentido estricto de politics, pero también en el más extenso de policies) se inicia en la historia de Occidente a finales del siglo XVIII en tierras británicas y americanas, al verse sacudidos muchos de sus pensadores y políticos por la fenomenal conmoción (el "cataclismo", lo definió Leo Strauss) que supuso la Revolución Francesa. Las controversias sobre las virtualidades del radicalismo político se remontan, sin embargo, a hechos anteriores, todos ellos vinculados, asimismo y de modo muy significativo, a eventos revolucionarios: la Revolución Gloriosa británica de 1688 y la Revolución Americana de 1776.
 
Se trataba con esta reacción de dilucidar la naturaleza de la revolución y su legitimidad, pero sin desatender las repercusiones y los límites de su impacto. Es decir, de considerar su conveniencia y utilidad junto a la ponderación de la razón profunda de su justicia o su fatalidad. Por un lado, las noticias que llegaban desde París ponían de relieve la reafirmación práctica de una fenomenal transformación histórica, de la liberación de pueblos y personas que parecía gozar, así, de continuidad. Pero, por otra parte, superada la euforia de la primera impresión, quedaba la inquietud por el alcance efectivo de la mutación, del gran trauma; esto es, tanto de la ventura que anunciaba como del trastorno que presagiaba.
 
Los panfletos radicales de la época, haciendo de los hechos consumados virtud normativa, y henchidos de optimismo, animaban, con todo, a la profundización y extensión por doquier de los derechos naturales del hombre, la soberanía popular, el sufragio universal y el derrocamiento de las tiranías.
 
John Stuart Mill.Durante el siglo posterior, y sin abandonar el ámbito anglosajón, el radicalismo adquiere un tono marcadamente teórico y filosófico, de orientación utilitarista, lo que permite no perder la índole práctica y consecuencial del tema. "Radicales filosóficos" es, precisamente, la etiqueta que adoptan John Stuart Mill y sus seguidores, para darse a conocer en el Parlamento y en la sociedad. Su objetivo persigue acelerar las reformas sociales y revitalizar la apertura de las creencias en la población, todo ello en aras a la definitiva transformación del antiguo régimen aristocrático en una sociedad libre, de mercado, moderna, secular, democrática y liberal.
 
Con la decidida disposición de profundizar y ampliar las conquistas de la libertad, el ser radical en la vida pública remite más a una actitud personal que al seguimiento estricto de un prontuario programático colectivo. No importa que puntualmente haya quedado materializado en programas de partidos políticos identificados con dicha marca, incluso que haya establecido una cierta tradición electoral hasta nuestros días. Dejemos, asimismo, al margen las consideraciones sobre la precisión y claridad de la marca, y sus potenciales beneficios. Sea como fuere, el ser radical, por su propia naturaleza, se resiste a quedar articulado en un programa político de fines últimos, o sometido a la disciplina de los aparatos de partido. Son las circunstancias de cada momento lo que mueve a radicalizar las posturas existentes.
 
Algo similar podría decirse del ser liberal, si entendemos por tal a aquel para quien la idea de la libertad significa algo "sagrado, como la vida o la propiedad" (Lord Acton); entendiendo aquí "sagrado" como sinónimo de superior, principal, intocable y no enajenable.
 
No puede extrañar, entonces, que desde esta perspectiva la acepción del liberalismo remita, en primera instancia, más a una actitud personal que al seguimiento estricto de un doctrinario político (y aun económico). Éste, si acaso, vendrá después. El mismo Lord Acton afirmó enfáticamente que la libertad es más una cuestión de moral que de política. ¿Por qué? Porque si la libertad implica no estar sometido al control de otros, o estarlo lo menos posible, es preciso que los individuos aprendan a controlarse por sí mismos, a cuidar de sí mismos y a practicar la libertad en primera persona. No otra cosa significa, en rigor, la ética.
 
He aquí la vivencia radical del liberalismo. Según declaró Ortega y Gasset, en la línea del pensamiento de Lord Acton, el liberalismo, antes que una cuestión de más o de menos en política, "es una idea radical sobre la vida"; significa creer que cada ser humano debe quedar en franquía para realizar su ser individual y su "intransferible destino". Esta posición abunda en la tradicional y característica interpretación de la libertad caracterizada como libertad negativa, es decir, como inexistencia o libramiento de coacción en el quehacer humano.
 
Debemos a Isaiah Berlin alguna de las más relevantes aportaciones sobre el tema. Aunque otras menos conocidas, como ésta de Jaime Balmes, se nos antojan igualmente concluyentes: "Sea como fuere la acepción en que se tome la palabra libertad, échase de ver que siempre entraña en su significado ausencia de causa que impida o coarte el ejercicio de alguna facultad".
 
Es en el énfasis puesto en la caracterización de la libertad, en la importancia reconocida de su propia existencia y en la radicalidad de su defensa donde hallamos notables diferencias entre liberales y conservadores. Para el liberal, no hay mayor fin humano que la libertad. Ningún otro valor lo solapa o supera, pues todo lo que es valioso en el hombre necesita inexcusablemente de su presencia y concurso. El conservador se muestra, en cambio, menos celoso con respecto a ella.
 
De acuerdo con los conservadores, advirtió Lord Acton, la libertad supone para los hombres un lujo, no una necesidad. En tal escala de valores, la libertad puede ser, en consecuencia, sacrificada, si las circunstancias así lo exigen o pide paso un bien distinto y tenido por superior que la arrincone, como pueda serlo la seguridad o el orden, el bienestar o la paz, la tradición o las buenas costumbres.
 
Michael Oakeshott.En el ensayo titulado '¿Qué es ser conservador?', el filósofo británico Michael Oakeshott señala que el conservador no se identifica en política por la defensa a ultranza de unos determinados principios, sino por el hecho de mostrar ante la política una particular "disposición", a saber: su tendencia a la moderación, por partida doble. Quiere decirse: sería conservadora aquella persona propensa a actuar de modo moderado y moderador. Desde este prisma, la función del Gobierno se contempla como el ejercicio de evitar la excitación de los ánimos de los hombres, a fin de que no lleven los conflictos y querellas demasiado lejos…
 
El conservador gusta de la contención y la conciliación, la concordia y la evitación de toda crispación. Si, por lo general, se involucra poco, o a desgana, en los asuntos públicos es porque concentra sus principales energías en los asuntos privados. De ahí proviene el inconfundible distintivo de cierta moral que proclama la feliz avenencia de la práctica de "virtudes públicas" con el ejercicio de "vicios privados" (o, acaso vale decir, púbicos).
 
Resuelve en consecuencia Oakeshott que no hay nada inconsistente ni contradictorio en el hecho de ser conservador respecto del Gobierno y radical respecto de cualquier otra actividad. Sería así posible combinar las obligaciones morales y las convicciones éticas, los compromisos públicos y los sentimientos privados. Las posibilidades de esta combinatoria conmueve tanto el área de las coherencias personales como el de las alianzas prácticas. Liberales y conservadores podrán, por tanto, entenderse y llegar a acuerdos si no falla la responsabilidad ni desfallece el ánimo.
 
Pero no está claro que la "disposición" conservadora y la "actitud" liberal se armonicen tan fácilmente. Cierto es que no falta quien fomente en política la adopción de una postura liberal-conservadora como expresión efectiva de una praxis niveladora. Tampoco sorprende ya a nadie la apología del centrismo. Y si todavía buscamos más experiencias fuertes, escúchese, a derecha e izquierda, a esos paladines del equilibrismo político que dicen ser liberales a fuer de socialistas, o viceversa. Pues, para algunos, todo vale y tanto monta.
 
Otra opción más seria y resuelta, acaso más radical, consiste, por el contrario, en elegir bien y decidirse por lo mejor. En materia de maestros, Oakeshott es del parecer de que "hay más que aprender acerca de esta disposición [la conservadora] de Montaigne, Pascal, Hobbes y Hume que de Burke o Bentham". Ciertamente, inclinarse por el liberalismo y distanciarse del conservadurismo no significa relegar o renunciar a lo más provechoso de cada tradición. Mas si, después de todo, existen liberales que llegan a la determinación de no ser conservadores, deberán tal vez explicar ese por qué no lo son.
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